Ana Karina Fernández
Cuando llegué a Ceballos, no imaginaba que terminaría cenando entre niños sentados en piedras cuidadosamente elegidas por el maestro José Luis Ramírez. Piedras que parecían tener historia propia, colocadas con esa exactitud que solo la sensibilidad y la paciencia saben conjugar. La escena era mágica: los pequeños observaban una pantalla que los hipnotizaba, el aire olía a tierra húmeda, y los hornos rústicos guardaban una masa que lentamente se hinchaba como si respirara gratitud. Había algo profundamente humano en esa bienvenida: el pan que se horneaba no era solo alimento, era símbolo. Era el mismo gesto con el que el maestro alimenta su tierra, su gente y su causa.
José Luis Ramírez no solo construyó una residencia de arte. Levantó un corazón de piedra, una casa donde las ideas respiran, el arte se multiplica y la conciencia ecológica se vuelve una forma de vida. En un país donde muchos artistas sueñan con irse, él decidió quedarse. Y no solo quedarse: sembrar, enseñar, convocar, inspirar. Su obra… y su vida, son un manifiesto silencioso que grita amor por Durango, por su tierra y por la posibilidad de hacer del arte una raíz que da sombra y fruto.
En Ceballos todo tiene alma. Los muros, las piedras, los animales que él cuida con la misma ternura con que cuida sus lienzos. José Luis habla con orgullo de su centenar de gallinas ponedoras, de cómo cada una contribuye al sostenimiento de este espacio que no es granja ni museo, sino una forma de existencia poética. Las gallinas, dice él, son sus socias silenciosas. Y lo dice con una sonrisa que desarma, porque en esa frase hay humildad y verdad: el arte no se sostiene del ego, sino de comunidad, de seres vivos que colaboran, de un ecosistema donde nada es accesorio.
El proyecto Ceballos se ha convertido en un refugio de sensibilidad. Cada piedra que José Luis colocó fue una promesa a su estado: Durango no será tierra de paso, será tierra de creación. Allí los artistas encuentran no solo un taller, sino un espejo donde se ven sin pretensiones. Las noches en Ceballos son conversaciones al fuego, un poco de mezcal con silencios que se vuelven ideas, risas que se transforman en trazos. Todo respira arte, pero un arte que no presume, que acompaña. Que acobija!
La subasta de botellas intervenidas surge precisamente de esa filosofía: transformar lo cotidiano en arte, dar valor a lo que otros descartan, hacer del objeto un testimonio colectivo. Es una acción profundamente simbólica, porque cada botella intervenida representa un pedazo de esa alquimia que ocurre en Ceballos: lo que era desecho se vuelve belleza; lo que era silencio, se convierte en voz.
Entre los artistas que participan hay nombres que honran la esencia misma del arte mexicano contemporáneo. Flor Minor, con su trayectoria monumental, es la fuerza que equilibra lo etéreo y lo tangible; su mirada es una síntesis de sabiduría y fuego. Alejandro Rutiaga aporta esa tensión escultórica entre el caos y el orden. Antonio Chaurand y Adriana Mejía nos recuerdan que la estética puede ser también una forma de memoria. César Gustavo Méndez Torres y Dan Montellano proyectan energía, ironía y frescura.
Dulce Mariel Carrasco, Eduardo Lizárraga, Ermilo Torre y Ernesto García aportan matices que se sienten como acordes en una sinfonía visual. Fernando Aceves Humana, con su carga simbólica y mística, dialoga con Héctor Herrera, que traduce lo urbano en gesto y color. Itzamná Reyes y Joaquín Flores abren ventanas hacia una nueva narrativa del arte mexicano. Kathia Rosso y Manuel Mathar conjugan técnica y emoción. Manuel Solís, María Nava y Ninfa Torres imprimen alma en cada trazo, mientras Oscar Mendoza y Pablo Llana exploran los límites entre lo matérico y lo conceptual.
Patricia Aguirre, Ricardo Fernández, Robie Espinosa, Rogelio Domínguez y Yael Díaz completan este mapa de talentos que convergen en una misma causa: apoyar la autosustentabilidad de Ceballos, mantener viva la llama de un proyecto que no busca aplausos, sino continuidad. Permanencia! Y en el centro, el propio José Luis Ramírez, no solo como artista, sino como alquimista de destinos.
Porque eso es él: un alquimista. Capaz de transformar un horno en altar, una piedra en símbolo, una gallina en coautora de su proyecto. Tiene esa rara virtud de los grandes humanistas: escuchar más de lo que habla, construir más de lo que presume. Ser mucho más de lo que dice de sí mismo! Su don de gente lo vuelve maestro no solo por oficio, sino por vocación. Cada conversación con él termina en reflexión; cada gesto suyo enseña algo sobre lo que significa pertenecer a una tierra y devolverle lo que nos dio.
Ceballos no es un espacio, es un manifiesto. Es la prueba de que el arte puede ser acto de amor y resistencia. José Luis no espera que el Estado venga a reconocerlo; él reconoce al Estado a través de sus acciones. En un tiempo donde todos quieren estar en el centro, él eligió ser raíz. Y eso, en sí mismo, es revolución. Creo que por eso tenía que conocer mi última visita a su estado, la historia de Villa!
Quedarse en Durango es su declaración más contundente. No como resignación, sino como convicción. Mientras otros huyen de la periferia buscando luz, él encendió la suya propia. Desde Ceballos ilumina con una llama hecha de esfuerzo, ternura y visión. Su obra se percibe no solo en lienzos, sino en gestos, en gallinas que ponen huevos, en hornos que dan pan, en niños que aprenden a mirar con el alma.
Este proyecto es más que arte: es alimento espiritual y social. Es una escuela invisible donde se aprende sin pupitres y se enseña sin palabras. Donde cada visitante sale con algo distinto: un pensamiento nuevo, una emoción redescubierta, una reconciliación con la sencillez. En Ceballos el tiempo se desacelera y la mirada se limpia.
Hoy, cada botella intervenida que se subasta lleva una parte de esa historia: la del maestro que no emigró, que prefirió quedarse a construir esperanza con sus manos y su fe en el arte. Cada obra vendida es una piedra más en la continuidad de este sueño.
Y yo, que tuve el privilegio de cenar bajo su cielo y ser recibida con pan caliente, uno que otro Bosscal y miradas limpias, no puedo más que agradecer. Porque hay personas que inspiran, y hay otras… muy pocas, que transforman. José Luis Ramírez pertenece a esa segunda especie.
Querido amigo, maestro, mecenas y alma de Ceballos: gracias por recordarnos que el arte no solo se crea, se comparte. Que el talento no solo se presume, se reparte. Y que quedarse también es una forma sublime de volar.


