11 aniversario

La Charola

En el México de mediados del siglo XX, la palabra “charola” dejó de ser un término cotidiano para convertirse en sinónimo de poder, inmunidad y, en no pocos casos, de impunidad. Las charolas eran placas metálicas oficiales, emitidas por la Policía Judicial Federal, la Dirección Federal de Seguridad y otras corporaciones, que incluían fotografía, nombre y número de identificación. Su función original era estrictamente operativa: acreditar al agente en actos de servicio y garantizarle libre tránsito en zonas de seguridad o en instalaciones gubernamentales. Sin embargo, pronto se transformaron en algo mucho más poderoso: un pase dorado que abría puertas en las cúpulas políticas y empresariales, y que otorgaba un estatus social difícil de conseguir por otras vías.

Durante las décadas de 1950, 1960 y 1970, portar la charola era sinónimo de respeto y, para algunos, de miedo. En un país de instituciones centralizadas y con escasos contrapesos democráticos, mostrar la charola bastaba para obtener acceso inmediato a despachos de altos funcionarios, negociar concesiones o desactivar problemas legales. Aquella placa de metal fue parte del engranaje de un régimen que funcionaba a través de lealtades personales y acuerdos tácitos. Era, literalmente, el “derecho de picaporte”: la llave que abría las puertas de Palacio Nacional, de las secretarías de Estado, de los medios de comunicación alineados al oficialismo e incluso de las grandes cámaras empresariales.

Esa charola no solo representaba la ley: la sustituía. Era una especie de inmunidad extralegal que permitía al portador conducirse al margen de las normas, desde estacionarse en doble fila hasta negociar contratos multimillonarios. No es casual que muchos de los grandes escándalos de corrupción de esa época tengan como denominador común a los portadores de estas identificaciones. La charola fue la credencial de entrada al poder, pero también la llave maestra de la corrupción.

El caso paradigmático es el de Genaro García Luna, quien inició su carrera precisamente en ese universo de charolas, primero como agente de inteligencia y después como arquitecto de una de las redes de colusión más documentadas entre autoridades y narcotráfico. Su ascenso meteórico y su caída estrepitosa, hoy traducida en una sentencia de más de 38 años de prisión en Estados Unidos, son el ejemplo de lo que ocurre cuando el símbolo de la ley se convierte en patente de corso.

Lejos de quedar en el pasado, la cultura de la charola ha sobrevivido en otras formas. Hoy, algunos legisladores y funcionarios colocan identificaciones oficiales en el ángulo inferior izquierdo de sus vehículos, como si el fuero parlamentario se exhibiera en el parabrisas. Esa práctica, que pretende emular respeto, es en realidad un gesto de prepotencia. Es el recordatorio de que para ciertos actores políticos las normas son opcionales. Lo que en el pasado era una herramienta de trabajo, se ha convertido en una ostentación de poder, aunque el país haya cambiado y el escrutinio ciudadano sea hoy mucho mayor.

La oposición actual ha hecho de esta cultura una bandera silenciosa: sigue usando la charola —real o simbólica— para acusar sin pruebas, para intentar deslegitimar a un gobierno que goza de más del 77 % de aprobación ciudadana y que ha roto con los pactos de impunidad del pasado. La crítica de ciertos sectores panistas y priistas resulta paradójica: señalan abusos y vicios que nacieron precisamente en las administraciones que ellos encabezaron.

La charola es más que un objeto metálico: es la metáfora de un sistema político que durante décadas privilegió lealtades por encima de la ley, que protegió a corruptos y persiguió a disidentes, que pactó con medios y empresarios a espaldas de la sociedad. Fue el espejo donde se reflejó el México autoritario del siglo XX.

Hoy, la tarea de fondo es convertir a la charola en pieza de museo. Su brillo, antes intimidante, debe ser solo un recordatorio histórico de lo que no debe repetirse. El verdadero poder en una democracia no se presume con placas ni se exige con privilegios: se ejerce con respeto a la ley, transparencia y rendición de cuentas. Solo así podrá cerrarse de manera definitiva el ciclo de impunidad que la charola representó y garantizar que nunca más un pedazo de metal sustituya la voluntad del pueblo.

Ricardo Peralta

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