No eres tú, son las sobradas expectativas

Latitud Megalópolis

Cuánto tiempo pasamos buscando encajar en una sociedad que constantemente rechaza lo que no entiende, y segrega a aquellos que no compran las tendencias.

Cuánto tiempo pasamos así, tratando de complacer a los demás hasta perdernos a nosotros mismos en el laberíntico camino que se deforma frente a nosotros.

Perdemos la capacidad de interpretar señales que se ocultan momentáneamente en una bruma densa, compuesta de aquella idea romantizada que inmortalizamos en bronce, alimentada del yo ideal.

Entre tantos espejismos de lo que en realidad no somos y los fantasmas que nos atormentan continuamente, vamos transitando por la vida sin darnos cuenta del tiempo que perdimos usando todas esas máscaras, basadas en ideas que nos vendieron a un precio demasiado costoso.

Nos enseñaron a mostrarnos como seres invulnerables, a vivir así, enseñando una versión idealizada de nosotros, que en algunas ocasiones llevamos al límite.

Somos presionados por las masas a tener vergüenza de nosotros mismos; de nuestras emociones y sentimientos; de nuestras filias y fobias; empujados a tragarnos nuestra tristeza, a no respetar ni siquiera nuestro propio duelo.

Después de lo anterior, queda la duda musitando en el aire, ¿quiénes somos?

En diversas ocasiones nos es más fácil describir a detalle a cualquier persona que nos mencionen, que definirnos a nosotros mismos; cuando nos cuestionan sobre ello, lo primero que hacemos es titubear una respuesta, que juega a ser trapecista sin una red de protección que le salve.

Paso fundamental del empoderamiento es reconocernos, ahí empieza todo un ejercicio de autovaloración, que nos invita a describir nuestra composición molecular construyendo una imagen real, tangible e imperfecta de nosotros mismos.

La construcción de la realidad, como en algún momento concibió Octavio Paz, empieza por las palabras que utilizamos para nombrar todo lo que le comprende; lo tangible e intangible que podemos y no podemos observar; que podemos y no podemos tocar, oler y saborear.

Esa realidad, palabra tras palabra se va formando frente a nuestros sentidos, mientras navegamos juntos, como sociedad.

Etiqueta tras etiqueta se va nombrando todo lo que nos rodea, hasta a nosotros mismos; y desde niños aceptamos, en ocasiones a regañadientes, entre cuestionamientos directos del por qué, ese escenario heredado repleto de roles.

El principio empieza en la niñez, con adultos que no se dan cuenta del poder que tienen las palabras para herir o curar; para crear o destruir; para alimentar estereotipos y prejuicios a partir de traumas encarnados, amasados por adultos enfermos que fueron educados por padres enfermos, que en su momento les enseñaron a callar.

Adultos que vaciaron todos sus prejuicios sobre niños que no los tenían; etiquetas hirientes tejidas de dolor, que pegaron sobre la frente de aquellos infantes y adolescentes, catalogándolos como “torpes”, “tontos”, “feos”, “malos”, “lentos”, en múltiples ocasiones, marcándoles de por vida.

Etiquetas repletas de dolor, que alimentan inseguridades, y construyen techos de cristal sobre niños, limitándoles a ser quienes no son y usar máscaras toda su vida; infundiéndoles miedo, mismo que les aleja de aspirar a ser quienes ellos mismos decidan.

Lo anterior, en vez de estimularles de una mejor forma y ayudarles a potenciar sus talentos; de enseñarles que no todos debemos ser buenos para todo; de ayudarles a encontrarse a sí mismos y entender lo valioso de su esencia.

Hay algo en lo que debemos ser irreductibles. Debemos ser intolerantes a las etiquetas y a las sobradas expectativas sociales que nos hacen sentir que no somos suficiente; ser intolerantes y romper aquellas máscaras que nos aprisionan; detenernos un instante y quebrar la rueda que replica los paradigmas que tanto daño nos hacen.

Necesitamos una pausa, para pensar cuán valiosa es cultivar el amor propio, cuánta importancia tiene sembrarlo para que haya niños más auténticos; y que el día de mañana sean adultos más auténticos; para que aquella naturalidad que los hace únicos, nos ayude, sin ataduras ni techos de cristal, a cambiarlo todo.

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