11 aniversario

Presidenta destituida por incapacidad moral permanente: Boluarte

Por: Ricardo Peralta

La historia reciente del Perú es un retrato crudo de cómo el golpismo disfrazado de legalidad termina devorando a sus propios autores. Dina Boluarte llegó a la presidencia no por voluntad popular, sino por un golpe institucional que buscó proteger los privilegios de las élites políticas, económicas y mediáticas que desde hace décadas se han resistido a perder el control del Estado. Su ascenso al poder no fue una transición democrática: fue un golpe de Estado ejecutado con corbata y avalado por un Congreso que convirtió la Constitución en arma política.

Un golpe parlamentario con olor a impunidad

La destitución de Pedro Castillo fue un acto premeditado. Desde su llegada al poder, en 2021, la derecha parlamentaria no ocultó su desprecio por un maestro rural que osó desafiar los cotos cerrados del poder limeño. Usaron la figura de la “incapacidad moral permanente”, un concepto vago y manipulado, como martillo para tumbar gobiernos. Con respaldo mediático y el silencio cómplice de sectores empresariales, consumaron un golpe parlamentario sin tanques, pero con la misma lógica que destruyó democracias latinoamericanas en el pasado.

Boluarte juró el cargo con el aplauso de quienes antes atacaban al gobierno del que formaba parte. No hubo elección, ni referendo, ni mandato popular. Lo que siguió fue una represión feroz: comunidades indígenas y campesinas fueron masacradas por fuerzas del orden bajo el pretexto de “pacificar” al país. En Ayacucho, Puno y otras regiones, decenas de peruanos fueron asesinados por exigir algo elemental: respeto a su voto y a la voluntad popular.

Un gobierno ilegítimo sostenido por la represión

La presidencia de Boluarte nació sin legitimidad y sobrevivió gracias al respaldo del Congreso más impopular de América Latina. Gobernó como marioneta de las élites que la colocaron en el poder, blindada por un aparato represivo que trató a los ciudadanos como enemigos internos. Mientras los muertos se acumulaban y la indignación se multiplicaba en las calles, su discurso de “orden y progreso” ocultaba la verdad: era un régimen de facto sostenido por la violencia y el miedo.

Los escándalos personales no tardaron en emerger. Relojes de lujo, joyas sin justificar, enriquecimiento inexplicable, contratos públicos bajo sospecha. La presidenta usurpadora, que llegó prometiendo “estabilidad”, terminó hundida en la misma podredumbre que juró combatir. Su discurso se derrumbó ante la evidencia: su mandato no era más que una fachada para prolongar el control de los mismos grupos que derrocaron a Castillo.

El colapso político: cuando el golpe se vuelve contra sí mismo

La ironía histórica no se hizo esperar. El Congreso que la impuso fue el mismo que, un año y medio después, la destituyó por “incapacidad moral permanente”, la misma arma con la que se abrió paso a la usurpación. No cayó por defender al pueblo ni por romper con las élites, sino porque se volvió inservible para quienes la usaron. Su salida del Palacio de Gobierno no fue un acto heroico ni patriótico: fue la escena final de un régimen ilegítimo que nunca tuvo raíces democráticas.

La historia es clara: el golpismo no construye naciones, solo deja heridas profundas. Lo vimos en Chile en 1973, cuando Augusto Pinochet impuso la dictadura más cruenta de Sudamérica; en Argentina, cuando las juntas militares creyeron que podían borrar con violencia la voluntad del pueblo; en Bolivia en 2019, cuando un golpe blando intentó frenar el curso popular que más tarde volvió a imponerse en las urnas. Siempre, tarde o temprano, la historia pone las cosas en su lugar.

Un país que exige dignidad

La destitución de Boluarte no es una victoria institucional: es el resultado de la presión de un pueblo que nunca reconoció su autoridad. Las regiones andinas, históricamente marginadas, alzaron la voz contra la imposición y la represión. Sus muertos y su resistencia son testimonio de que la democracia no puede ser aplastada indefinidamente por arreglos parlamentarios ni golpes maquillados.

La comunidad internacional, que en un inicio guardó silencio vergonzoso ante el golpe parlamentario de 2022, no pudo ignorar el costo humano de este experimento autoritario. Organismos internacionales de derechos humanos documentaron ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias y un uso criminal de la fuerza pública. Perú se convirtió en el ejemplo más reciente de cómo las élites pueden usar la legalidad para pisotear la democracia.

Un Nobel que huele a petróleo crudo

En medio de este escenario, la reciente entrega del Premio Nobel de la Paz a sectores que han promovido “estabilidad” para intereses económicos internacionales huele más a petróleo crudo que a paz verdadera. Se premia a quienes garantizan estabilidad para inversiones, no a quienes defienden derechos humanos. Mientras las balas silencian a niños en Gaza, medios conservadores, empresarios y potencias celebran un Nobel dudoso.

Golpismo: derrotado por la historia

La caída de Boluarte es una lección política que trasciende fronteras. Ningún golpe —duro o blando— logra legitimarse eternamente. Los dictadores civiles, igual que los militares, terminan devorados por la historia que intentaron reescribir. El Perú se une a la larga lista de países latinoamericanos donde las élites quisieron torcer la voluntad popular y terminaron enfrentando su propia caída.

No hay democracia posible con bayonetas apuntando a los pueblos originarios. No hay paz posible cuando se premia la represión y se castiga la disidencia. Boluarte no fue presidenta: fue la administradora de un régimen de facto que nació del golpe y murió de la misma enfermedad que lo engendró. La historia latinoamericana ya ha mostrado su veredicto una y otra vez: el golpismo y el entreguismo nunca ganan. Con copia a la oposición mexicana.


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