Muchos se han preguntado por qué si el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha sido mal evaluado en cuando a su desempeño, el tabasqueño sigue teniendo altos índices de aceptación. Las respuestas a este dilema han sido varias; sin embargo, ninguna parece satisfacer las exigencias de la ciudadanía. Y es que los numerólogos no ven más allá de sus narices. En realidad, muchos de ellos ni siquiera han llevado un curso básico de ciencia política. Esta es una de las herencias que nos dejó la tecnocracia neoliberal que, paralelamente, a su reducción del mundo a fórmulas econométricas también fomento la simplificación, o la jibarización, de la ciencia política. Tomando distancia de esas posturas tan enclenques, quiero poner sobre la mesa una explicación que no ha sido tomada en cuenta: López Obrador ha revivido el paternalismo. Veamos de qué se trata.
Como afirmaba Luis Villoro, el Régimen de la Revolución tuvo tres características fundamentales, el estatismo, el nacionalismo y el populismo. Luego de que se pacificó el país comenzó el proceso de institucionalización. Se dejó atrás la vieja doctrina liberal porfiriana, el “laissez faire.” En su lugar, se estableció el Estado benefactor (“Welfare State”) que echó a andar una impresionante maquinaria institucional tanto en el sector central (secretarías de Estado) como en el sector descentralizado (empresas públicas y de participación estatal). Esto se hizo así para satisfacer las demandas de las masas sociales que habían hecho posible el triunfo en la lucha armada: creación de escuelas, universidades, hospitales, carreteras, puentes, reparto agrario, sistemas de riego, banca de desarrollo, impulso a la pequeña y mediana industria.
Cada paso adelante era celebrado como una “conquista de la Revolución Mexicana”. La ideología en la que se sustentó este proyecto de largo plazo (que va de 1934 a 1982) fue el “nacionalismo revolucionario”. La estrategia económica fue la sustitución de importaciones; que México se industrializara y produjera sus propias mercancías. En ese marco se explican la nacionalización del petróleo y de la industria eléctrica.
El Régimen de la Revolución también fue populista porque puso en marcha una política de masas organizadas dentro del partido oficial con base en corporaciones de campesinos, obreros y organizaciones populares. Pero este populismo creó empleos y produjo una clase media urbana ilustrada cosa que no existió durante el porfiriato. La columna vertebral del sistema político posrevolucionario fue la “alianza de clases” entre empresarios, obreros, campesinos, clases populares, y el Estado como árbitro de las disputadas entre los diversos sectores. Esto le dio al país estabilidad política y paz social durante muchas décadas.
Pero, obviamente, este modelo de desarrollo declinó debido a la crisis fiscal del Estado, deficiencia en los servicios, corrupción, alejamiento de la cúpula dirigente (“la familia revolucionaria”) de las bases sociales.
Sobrevino el modelo neoliberal que desmanteló el Estado asistencial con base en las privatizaciones, la ruptura de la alianza de clases, la apertura comercial, la sustitución del personal público de origen priista por egresados de las universidades privadas, principalmente el ITAM, y promoción de la concentración de la riqueza en los hombres más ricos porque “ellos sí saben hacer dinero.” Luego la riqueza se iría trasminando hacia abajo (“trickle down”). El ataque contra el Régimen de la Revolución fue despiadado: aquellos representaban el atraso, eran “populistas”, los tecnócratas neoliberales eran los “modernizadores”. En realidad, fueron tan corruptos como sus predecesores. Este ciclo neoliberal comenzó con Carlos Salinas de Gortari y terminó con Enrique Peña Nieto.
También hay que tomar en cuenta que la transición a la democracia provocó que los ciudadanos dejaran las andaderas y caminaran por sí solos; esto es, tomaran conciencia de la mayoría de edad política a la que habían llegado.
La verdad es que el neoliberalismo se convirtió en una fábrica de pobres de la que supo sacar provecho Andrés Manuel López Obrador: se presentó como “un rayito de esperanza”. Le supo hablar con palabras simples a la población hundida en la desesperación: presentó soluciones simples a problemas complejos. Salió al escenario, como la personificación de la honradez y como el padre amoroso que venía a redimir a sus hijos, los desheredados.
Con todo y que López Obrador ha continuado la demolición de las instituciones públicas, al mejor estilo neoliberal, ha echado a andar un amplio programa de clientelismo político: el programa de bienestar de las personas adultas mayores; el programa pensiones para el bienestar de las personas con discapacidades; el programa sembrando vida, y el programa para el bienestar de niños y niñas, hijos de madres trabajadoras. Claro, los programas bienestar tienen un efecto político multiplicador. Están diseñados para eso, para destruir nuestra democracia.
Esto no es justicia social, es puro y simple paternalismo. Y, como decía Immanuel Kant:
Un gobierno basado en el principio de la benevolencia hacia el pueblo, como el gobierno de un padre sobre sus hijos, es decir, un gobierno paternal (“imperium paternale”) en el que los súbditos, como hijos menores de edad incapaces de distinguir lo que es útil o perjudicial, son constreñidos a comportarse tan sólo pasivamente, para esperar que el Jefe de Estado juzgue la manera en que ellos deben ser felices, y a esperar simplemente de su bondad que él así lo desee, es el peor despotismo que se pueda imaginar. (tomado de Norberto Bobbio, “Diritto e Stato nel pensiero di Emanuele Kant”, Torino, Giappichelli, 1969, p. 240)
La mejor arma contra el paternalismo político es la educación cívica hija de la Ilustración. Creo que allí es donde han fallado los analistas políticos: han criticado al régimen de López Obrador por su descarada vocación autoritaria; pero, no han puesto atención en el populismo paternalista que se ha convertido en una coraza para prolongar su proyecto político.
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