Imperios de la mente – Un Gutenberg de lo intangible

Autor: Dr. José Martín Méndez González

Diciembre de 2012. Durante un desayuno con algunos profesores, todos prestábamos atención a la anécdota que platicaba uno de ellos. El profesor contaba que, mientras leía un libro en su sala, se había acercado su hijo de cuatro o cinco años, porque le llamaba la atención el libro. Apenas su hijo tomó el libro comenzó a querer a “ampliar” la hoja utilizando sus dedos índice y pulgar, confundiendo el libro por una pantalla de tablet o de un smartphone. Entre las risas por la “ocurrencia” del niño vino una breve conversación de la brecha generacional y cómo sí hacía sentido el comportamiento del niño. No sé si en ese entonces ya existía el término de nativo digital pero lo cierto es que nunca había sentido con tanta fuerza cómo la tecnología cambia nuestra forma de ver el mundo en tan solo una generación o menos.

El pasado 23 de agosto se conmemoró el Día del Internauta, el cual señala el primer acceso público a la primera página web de la historia. Este 2021 se cumplen treinta años de ese hecho histórico que, desde entonces, ha cambiado la manera en que nos relacionamos social, cultural, sentimental y económicamente.

Si uno escribe la pregunta “¿Quién fue el creador de Internet?” en esa especie de oráculo multicolor en que se ha convertido Google, en mi computadora aparece como primera entrada— después de dos imágenes, una de Robert Khan, la segunda de Vinton Cerf—el vínculo a Wikipedia con “Historia de Internet”. Sin embargo, uno esperaría que enseguida apareciera la imagen de Tim Berners-Lee. A él se le considera el “padre” de la World Wide Web (WWW). ¿Qué Internet no es lo mismo que la WWW? Al parecer, hay matices. Por restricciones de espacio, procuraré enfocarme en lo esencial.

El origen de Internet se podría decir que se remonta a 1962, cuando la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados (ARPA por sus siglas en inglés; luego cambiaría a DARPA, donde la “D” es por Defensa) del gobierno estadounidense estaba prestando oídos a las ideas de un informático llamado Joseph Carl Robnett Licklider. Sus ideas contemplaban una red de ordenadores conectados entre sí y que, más allá de usarse para realizar cálculos numéricos, se emplearan para guardar, proveer y adquirir información. Él vio en la computadora no sólo un ábaco superpoderoso sino un “ente” con el cual comunicarse y, posiblemente, en el futuro, crear una simbiosis computadora-humano. Así, Licklider conectó tres terminales: una ubicada en la Universidad de California (Berkeley), otra en el Instituto Tecnológico de Massachussetts (MIT), y otra más en Santa Mónica para la System Development Corporation.

A pesar de que podían comunicarse, tenía el siguiente inconveniente: había que cambiar de comandos de usuario. Por ejemplo, si el usuario estaba comunicándose con la terminal “B” usando la “A”, pero quería comunicarse con la “C”, estaba obligado a “salirse” de la terminal “B” y utilizar ahora los comandos de usuario apropiados, pero para comunicarse con la terminal “C”. Un proceso engorroso. A pesar de que las terminales estaban conectadas físicamente no actuaban como una sola red debido a los protocolos de comunicación.

Conforme se creaban mejores protocolos de comunicación también fue creciendo la magnitud del proyecto original de Licklider. En 1969 se creó ARPANET (la Red de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada por sus siglas en inglés), conectando inicialmente dos universidades (la de California y Stanford) pero para 1971 ya contaba con 24 computadoras conectadas, provenientes de universidades y centros de investigación, principalmente. En 1985 ARPANET conectaba a continentes enteros: Norte América, Europa y Australia.

Es durante esa transición de una ARPANET “pequeña” a una más “grande” (una red de redes interconectadas) cuando entran en escena Robert Khan y Vinton Cerf, y su protocolo TCP/IP de uso más general y ameno para la comunicación entre los distintos nodos de la red. Ellos acuñan el término Internet para referirse a una colección de redes unidas por un protocolo común. Es 1981.

Para ese entonces, el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear, por sus siglas en francés) era el nodo más grande de Internet en Europa. Por su naturaleza, la investigación realizada en el CERN convoca a científicos de más de 22 países y con ello, también viene una enorme cantidad de información que se almacena en distintas computadoras, distintos sistemas operativos, distintos formatos y, claro, en diferentes idiomas… Un auténtico dolor de cabeza para un ingeniero de software (pero físico de formación) que buscaba la manera de crear una manera coherente de organizar, acceder y compartir la información que se generaba en el CERN. Decidido a hacer algo, este ingeniero de software tuvo su momento Eureka! y lo plasmó en una propuesta que “se refiere a la gestión de información general sobre aceleradores y experimentos en el CERN. Discute los problemas de pérdida de información sobre sistemas complejos en evolución y deriva una solución basada en un sistema de hipertexto distribuido.” El nombre del ingeniero de software es Tim Berners-Lee. Reparte su propuesta a su jefe y otras personas en el CERN. Corre el año 1989 y pasan 18 meses sin que aparentemente nadie le haya prestado atención a su idea… hasta que recibe luz verde por parte de su jefe. De hecho, más tarde se sabría que su jefe había anotado en su copia del reporte la siguiente frase: “Impreciso pero excitante.”

La idea de Tim consistía en unir Internet (al menos el CERN) con el hipertexto (i.e.  uso del protocolo HTTP y el HTML) para formar lo que hoy se conoce como la Web. Detalle importante: el Internet es la red formada por todas las computadoras que se comunican entre sí; la Web es un intangible: todo el contenido multimedia esparcido por servidores de todo el orbe, y que podemos acceder a través de clicks en los vínculos o direcciones específicas. Fue así como, con una computadora de escritorio, se crea el primer servidor de la Web en el CERN que, aún hoy en día, a manera de “reliquia digital” se conserva en esta dirección: http://info.cern.ch. El resto es historia y el resultado lo tenemos al alcance de nuestras manos.

Sin embargo, la idea de Tim Berners hunde sus raíces en un personaje muy influyente en la Segunda Guerra Mundial: Vannevar Bush, el director del Proyecto Manhattan, donde se gestó la bomba atómica. A sólo unos meses después de finalizada la guerra (Julio de 1945), Bush escribió un artículo en la revista Atlantic Monthly de una visión extraordinaria sobre el futuro de la información y cómo acceder a ella. El artículo se titulaba “Como podríamos pensar”, donde describe el Memex, “un dispositivo en el cual un individuo almacena todos sus libros, registros y comunicados, y está automatizado de tal forma que puede ser consultado con enorme velocidad y flexibilidad”. El gran problema es que en ese entonces no existía el hardware ni el software para cristalizar la visión de Bush.

Avancemos un poco en el tiempo, a la década de los 60’s, un oficial de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos lee el artículo de Bush, y decide convertirlo en realidad. En menos de 10 años, Douglas Engelbart, presenta durante una conferencia sobre computadoras en 1968 un sistema donde manipula información con un mouse (literal, el primero de toda la historia), y da instrucciones con una especie de micrófono como los que usamos actualmente para interactuar con su sistema que presenta texto y gráficos en una pantalla. A pesar de la increíble presentación de Douglas, el sistema no se popularizó por el alto costo de las computadoras de aquél entonces (sin mencionar el espacio que ocupaban).

A la par, otro personaje en el que influyeron las ideas del Memex fue Ted Nelson, quien engendró la idea del proyecto Xanadú en 1960. La idea detrás de Xanadú era la creación de un documento global (soportado por una red de computadoras), donde se almacenaría toda la información o conocimiento generado hasta el momento, con la posibilidad de enlazarlo a través del hipertexto. De hecho, Ted Nelson es citado por Tim Berners Lee en su propuesta de proyecto. Con esto, podría decirse que se cierra el círculo.

A poco más de treinta años de la creación de la Web, ¿qué opina su creador? “Durante los primeros diez años la evolución de la Web fue bastante beneficiosa. Después vino el crecimiento de diferentes fenómenos que hicieron que los parámetros cambiaran. Igual que ha cambiado la forma en que la gente reacciona y se conecta a internet y la forma en que se explota la Web y a los usuarios.” Podemos dar fe de ello tan solo en la manipulación mediática que puede ocurrir para que compres tal o cual producto (que quizá no necesitas) hasta tratar de influir en tu voto en las próximas elecciones.

 

Adicionalmente a las fake news, existen retos técnicos que enfrenta la Web, como lo es el incremento de tráfico en la misma conforme más y más dispositivos se conectan a la red en el denominado Internet de las Cosas (Internet of Things, IoT, por sus siglas en inglés). Ese congestionamiento puede conducir a un colapso de la Web. Afortunadamente, hay científicos que están creando algunas soluciones sin llegar a reconstruir o hacer grandes cambios en la arquitectura de la Web. Uno de estos ejemplos es el teórico de control John C. Doyle, quien con otro colaborador suyo del Instituto Tecnológico de California (CalTech) fueron capaces, en 2006, de enviar por Internet el equivalente a una película de DVD cada segundo a través de un algoritmo que permite medir cuánto tráfico existe en un momento dado para que se tomen mejores decisiones en la transmisión de los paquetes de información. Pero todo tiene un límite. Un rediseño radical de la Web no lo ve viable, por el momento. En sus palabras, “Ir a la luna fue trivial comparado con lo que estamos enfrentando”.

 

Gutenberg revolucionó al mundo al permitirle a la humanidad la recopilación y transmisión de conocimiento en un formato (el libro) para el cual, de manera natural, el ser humano está equipado con el software y hardware para hacer uso de esa información. Me pregunto si la Web—una especie de Gutenberg intangible a la enésima potencia—no será, en esencia, la llama temblorosa de una vela que puede apagarse fácilmente cuando una puerta se cierra abruptamente. ¿Se abrirán otras puertas hacia el conocimiento o prevalecerá la oscuridad?

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