Yo creo que uno de los cargos más ingratos en la administración pública es el de secretario particular.
El secretario particular tiene que cubrir, ser leal y servicial a su jefe siempre, al menos hasta un minuto antes. En países como México eso implica repetir unas 30 veces al día “señor”. Sí señor, por supuesto señor, problema resuelto señor, excelente idea señor, qué justo es usted señor… ¿Qué hora es, señor? La hora que usted diga, señor…
También implica hacer a un lado la vida personal y la familiar, llegar siempre antes que el jefe e irse siempre después del jefe. Implica medio comer a deshoras y andar corriendo con elegancia por todos lados y a todas horas. Aunque el puesto siempre conlleva una dosis de poder, dependiendo de quién sea el señor al que se sirve. También la institución tiene mucho que ver en estos menesteres del poder. No es lo mismo ser secretario particular del señor de Tecorrostotitlán de las Tunas, que el secretario particular del señor o la señora de una dependencia federal al máximo nivel. Imposible comparar a los secretarios particulares de la FGR, la Secretaría de Relaciones Exteriores o la Secretaría de Educación Pública.
Yo alguna vez conviví con un secretario particular muy peculiar. “El Puma” decía que le decían. A la menor provocación (real o imaginaria) le gritaba a su interlocutor: ¡Cómprate calzones! Y otras cosas que simple y sencillamente no me animo a publicar en este digno espacio. El Puma era tremendo. Se la vivía albureándome, básicamente porque él y el Pingüino con Patines (en ciertas secretarías los apodos florecían como detenidos del sexenio pasado por la FGR en la 4T) suponían que los del ITAM no sabíamos alburear, cosa que generalmente era cierta pero yo había nacido en León Guanajuato, donde los albures de calidad suprema se inventan de a diario y ya no se digan los apodos. Siempre entendía todo, pero siempre les pedía que me explicasen el albur, más que nada como estrategia de dominio mental.
En una ocasión, para festejar su cumpleaños fuimos a un súper antro de los legendarios que eran el tema de películas de tiempos de López Portillo con todo y ficheras. La experiencia estuvo interesante. El clímax llegó a la hora de pagar la cuenta, porque el Puma no tenía para pagar su parte. Yo creo que juraba que alguien lo iba a invitar, pero nadie dio el paso al frente. De hecho, el Puma me pidió prestado y yo más a la fuerza que con ganas, pues le presté un billete. Yo ya había dado por perdida la lana, hasta que un día llegó todo ofendido a mi escritorio y me aventó de manera moderada y cordial el dinero que me debía. Se le mostraba molesto, pero al final de cuentas cumplió, eso que ni qué.
El señor que nos correspondía como jefe ya me había dicho que en cuanto pudiese, botaba al Puma. Más que nada porque fue heredado, “una imposición política”, y que ya lo tenía harto. En cuanto sale el Puma llega el What´s-his-face y de lo único que me acuerdo era que era muy nervioso y que alguna vez me mandó llamar a su oficina para que fuera a pagar la luz, el gas y el agua de la casa del señor. Más que nada porque todo mundo a cargo de esa digna labor estaba bien bandejo y yo era infalible en lo que hacía. Acto seguido yo le comenté al señor que si quería mi renuncia con gusto se la entregaba, sin problema alguno. Y hasta ahí llegó el asunto.
También me acuerdo de cuando hubo un festejo muy ameno y cordial del cumpleaños del subsecretario y estaban jugando una cascarita en una cancha pequeña empastada, muy bonita. El árbitro era el What´s-his-face y en una de esas el hijo del subse se va de bruces dentro del área chica, pero no había sido fault, ni nada que se le parezca. El What´s-his-face volteó lleno de pavor con el subse como para recibir instrucciones al respecto. Y sí, el subse le preguntó: ¿a poco eso no fue penalti árbitro? El What´s-his-face marcó de inmediato el penalti y hubo final feliz para todos.
Años después regresé a una dependencia federal a trabajar por un rato. Y ahí me hallo al buen Gulianis. Un secretario particular fuera de serie. Inteligente, ameno, diplomático, cordial, brody, etc. Quizá lo más importante: hiper discreto. El buen Gulianis le cuidaba muy bien las espaldas al señor, en una secretaría donde cualquier error, por minímo que fuese, te podía costar tu carrera. Más que nada porque esta secretaría estaba llena de puros jarritos de Guadalajara, de mírame y no me toques. El estrés seguía siendo fuerte para el Gulianis, pero al mismo tiempo que cumplía con su chamba, tenía bien clavados los ojos en su futuro político, construyendo alianzas estratégicas, cultivando la cultura de los favores políticos. Siempre escogía restaurantes elegantes para compartir el pan y la sal en el Centro Histórico de la Ciudad de México, pero también le entraba a cantinas legendarias por sus botanas, como la U de G. Una de las grandes virtudes del buen Gulianis era saber escuchar y leer entre líneas.
En fin, el secretario particular si algo sabe, es de política, a todos los niveles. En su caso, sí/sí aplica la máxima aquella de que información es poder. Un buen secretario particular, al menos en la política mexicana, debe disimular al máximo. Disimular que tiene poder, disimular que no sabe lo que sabe del señor (aunque sea obvio que lo sabe), disimular que maneja una información de miedo, disimular que no sabe nada de nada, aunque sepa todo de todos… Debe ser cuidadoso con todos aquellos y aquellas que rodean al señor. Siempre es un error tratar de ejercer control sobre el entorno cercano del señor. Nadie nunca sabe lo que sigue en la política. Un buen secretario particular siempre suma y construye y no dice que suma pero destruye.
Todo lo anterior fue vivido por el que aquí escribe allá por los 80s y 90s del siglo pasado. Desconozco si actualmente la vida profesional del secretario o secretaria particular sea similar a lo que a mí me tocó vivir. Supongo que la incursión plena del crimen organizado en la política le ha echado un buen de chile habanero a los tacos. Pero lo que sí sé es que me tocó ver cómo se manejaban las cosas en las entrañas del monstruo, desde adentro. Y fue en base a mi paso por el sector público, conviviendo con algunos secretarios particulares, que aprendí algo valioso: la vida política no respondía a mis expectativas, no era lo que quería y no escogí ese camino. Definitivamente soy animal de otras praderas, más que nada porque los acantilados me marean, con todo respeto.