A principios de la década, escribí un texto llamado “La tregua de Navidad”. Los argumentos que esgrimí en aquella ocasión aplican ahora más que nunca, por lo que me permito retomar el tema, a propósito de las fechas.
Corría el cuarto mes del inicio de la Primera Guerra Mundial. El motivo del conflicto, la ambición desmedida; el combustible, la irracionalidad humana; el detonante, un asesinato político.
Aunque los medios narraban una realidad muy diferente según su nacionalidad, la historia ha podido ser recreada y enriquecida gracias a testimonios de los sobrevivientes y de la comunicación epistolar de los soldados con sus familiares, evidencia irrefutable de los acontecimientos.
Lo álgido de las hostilidades del sector occidental se encontraba en la ciudad belga de Ypres, en la frontera con Francia. Dos imperios, el británico y el alemán, jugaban a las vencidas con su implacable artillería y el coste de miles de víctimas para ambos bandos.
Era la víspera de la Navidad de 1914. Lo frío y gris de la sangrienta tarde fue súbitamente sustituido por cánticos y motivos navideños en la trinchera alemana. Sucedió entonces un hecho extraordinario: los soldados británicos dejaron sus parapetos y salieron desarmados y agitando banderas blancas sobre la temida “tierra de nadie” para encontrarse con sus enemigos.
Después de insólitos saludos de mano y abrazos, vino el intercambio de cigarrillos, chocolates y otras posesiones. Las lágrimas derramadas al mostrar al enemigo las fotografías de los familiares regaron la semilla de la tolerancia en aquel campo gélido y yerto.
El júbilo fue tal que devino en un partido de fútbol. Algunas fuentes narran un encuentro sin reglas, ni contabilidad de jugadores ni de goles; otras, sostienen la versión de una justa bien organizada, terminando con una apretada victoria alemana.
Los generales estaban furiosos. Trataron de impedir a toda costa esa manifestación espontánea, pero el sentimiento afectivo fue tan fuerte que permeó a todo y a todos. Los jefes militares de ambas partes tomaron providencias para que eso no se repitiera en los siguientes años. No cabe duda: aquellos soldados dieron una gran lección al mundo de tolerancia, fraternidad, respeto y cordura.
Hoy México se divide como nunca por cuestiones ideológicas. Los actores políticos han endurecido sus posturas, subiendo el tono de sus discursos y cayendo en el extremo de la intolerancia. Pero, a diferencia de las guerras donde los intereses son encontrados, estas hostilidades suponen un mismo objetivo: un México mejor.
El ideal sería una Tregua Navideña indefinida. Un “alto al fuego” que se prolongue todo el año a fin de discutir racionalmente las reformas y los cambios requeridos, con la opinión y consenso de todos. Un milagro de Navidad, pues.