Por Gustavo Cano
Un japonés me pasó el tip de que una organización francesa, que trabajaba con la juventud, te facilitaba trabajar durante el verano en Francia. Yo me hospedaba en un Albergue de la Juventud en Paris, muy cerca del Jardín de Luxemburgo. De esto hace ya más de treinta y cinco años.
En efecto, en dicha organización había varias carpetas gigantes, una o más por cada continente, una para Europa Oriental y la última para Francia. Yo empecé a hojear la carpeta de Europa Oriental. Había una cantidad impresionante de trabajos temporales para cuidar caballos en Yugoslavia. También en Polonia. Y ahí estaba yo, hojeando cada vez más rápido la carpeta: caballos, caballos, caballos, Auschwitz, caballos, caballos… ¿Auschwitz? Y que me regreso en la hojeada. En efecto, a la mitad de mil trabajos para cuidar caballos, se hallaba Auschwitz, el campo de concentración nazi en Polonia.
El trabajo era contribuir al mantenimiento del campo de concentración durante el verano. Un trabajo para que la juventud de otros países se familiarizara con el holocausto, con el fin único de adquirir conciencia sobre el genocidio y contribuir a crear las condiciones para que eso jamás volviera a suceder. Un trabajo pacifista.
Ahí mismo llené el papeleo y pagué la cuota correspondiente. Al día siguiente me enfilé a la Embajada polaca para obtener la visa. El trabajo empezaba en unos cuantos días y los polacos eran famosos por entregar las visas días o semanas después de que los trabajos habían finalizado. También me inscribí en un campo de verano para reparar un albergue de montaña en el sur de Francia, mismo que comenzaba varias semanas después.
El campo de verano en Auschwitz duraba un poco más de dos semanas y no me podía dar el lujo de llegar tarde o perdérmelo. Fui a la Embajada polaca y la visa estuvo lista en cuatro días, justo a tiempo para abordar el tren en Paris y llegar a Varsovia, vía Alemania. Cuando revisé detalladamente la visa me di cuenta que los polacos me habían dado una visa para trabajar en un establo para cuidar caballos en Cracovia. Decidí subirme al tren de todas maneras, ya no podía hacer nada al respecto.
Llegué a Varsovia como a las cinco de la mañana y esperé hasta que saliera el primer tren a Cracovia. Una vez en Cracovia esperé que dieran las nueve y me lancé a las oficinas de la organización enlace, para que me dijeran cómo proceder y legar a Auschwitz con todas las de la ley. Para mi sorpresa, la organización enlace era de corte militar. Ahí entregué mi pasaporte, mi visa y los documentos que yo había llenado y pagado en París. Me dijeron que me sentara a esperar. Como a los quince minutos se aparece un güero más o menos de mi estatura, me regresó mis documentos y medio me dijo que lo acompañara, que él me iba a llevar a Auschwitz, en carro. El güero no hablaba ni español, ni inglés, ni francés y yo no hablaba polaco, de ahí que nuestra conversación fue muy limitada en el trayecto, no obstante el güero fue cordial en extremo. Antes de llegar a Auschwitz me llevó a almorzar con su mamá una muy rica salchicha polaca. Llegué a Auschwitz como a la una de la tarde y al campo de concentración como a eso de las dos.
Para mí fue impresionante ver por primera vez la infame puerta principal de Auschwitz con la leyenda intacta que dice “El trabajo os hará libres”. Llegué, me integré al grupo de jóvenes y me reporté listo para chambear. El coordinador polaco me dio la bienvenida y me preguntó si yo hablaba polaco o alemán. Yo le dije que ninguno de los dos. Él dijo que estaba bien. De haber hablado alemán o polaco me hubieran asignado para trabajar en la biblioteca. Fui asignado a las vías del tren. Era una chamba bastante miserable, pero interesante. Con los calores y lluvias del verano las vías del tren, que entraba por completo al campo de concentración durante la guerra, eran cubiertas por la maleza y había que limpiarlas. Eran las tristes vías en la que los pasajeros descendían y llegaban los “doctores” nazis a decidir quién “se iba a bañar” y quién pasaba directamente a las barracas.
El campo de concentración de Auschwitz era un complejo de edificios, instalaciones y barracas, cuya principal función era producir muerte. Cuando llegó a trabajar a su máxima capacidad, el campo producía mil muertes por día. Al final de la guerra, el lugar había producido unos 1.1 millones de muertos y muertas, el 90% judíos. Sobra decir que el lugar estaba muy cargado. Uno desayunaba, comía y cenaba muerte. Nunca había estado en un lugar donde la muerte estuviese presente las 24 horas del día. Ni mis compañeritos tampoco. Éramos un grupo bastante interesante de alrededor de 30 jóvenes entre 19 y 25 años. La mitad eran alemanes, la otra mitad eran judíos de diferentes nacionalidades y luego estábamos lo que yo llamaba la mayoría latinoamericana: un brasileño y yo.
Yo hice equipo inmediatamente con el brasileño. Se echaba unos rollos impresionantes e increíbles, difíciles de creer, pues. Pero era muy simpático el carioca. Yo no tenía nada que contar a los demás, en realidad yo estaba ahí por razones de curiosidad y conocimiento históricos y no porque tuviese conexión de sangre con los protagonistas de esta gran tragedia histórica para la humanidad. El brasileño y yo le echábamos un poco de alegría al asunto, supongo que por ingenuos, más que como cómicos al estilo Robin Williams. El ambiente era deprimente, para qué más que la verdad.
Hubo tres momentos que nunca olvidaré de mi visita a Auschwitz. El primero fue cuando nos hicieron un tour especial al grupo y nos llevaron a unos estanques de agua muy bonitos, con flores acuáticas y patos. El guía se arremangó y metió el brazo profundamente en la orilla de uno de los estanques. El guía sacó la mano y nos enseñó el contenido de su puño: un lodo profundamente negro. El guía aclaró que no era lodo, sino que eran cenizas humanas. El mismo día aconteció el segundo momento: nos llevaron a ver una pieza cinematográfica corta donde mostraban cómo se podía eliminar humanos mediante su transporte de una locación a otra. Tan sólo subían a la gente a un camión cerrado herméticamente. Luego conectaban la manguera de la combustión de la gasolina a la caja del camión. Luego echaban a andar el camión, sellando el destino de los pasajeros.
El tercer momento fue cuando una guía nos estaba explicando en qué y cómo usaban los nazis las pertenencias de los muertos. Una enorme habitación tenía varias vitrinas. En ellas había una sección de cabellos, una de zapatos, otra de puros cubiertos para comer y cocinar, una más para artículos personales, etc. En eso estábamos cuando la guía no se pudo contener y se echó a llorar discreta, pero descontroladamente. Me tocó ver montañitas de este tipo de artículos a la intemperie, sobre todo cubiertos de cocina, que eran los que más sobrevivían a las inclemencias del tiempo.
La gente del pueblo de Auschwitz era cordial, aunque no convivía mucho con los extranjeros. Supongo que el idioma era una barrera mayúscula. La ciudad de Cracovia era hermosa. Recuerdo que comí en un restaurant fino, con menú de primera línea, cocina polaca, por supuesto. También recuerdo que entré en una licorería donde lo único que vendían era vodka. El lugar era enorme, como una cantina del viejo oeste, con las paredes tapizadas de vodka de todos los colores y sabores, nacional e importada (Finlandia y la Unión Soviética, principalmente).
También fue impresionante la explicación de los guías sobre los cálculos nazis acerca de la durabilidad de los internos, desde que llegaban al campo en tren, hasta que morían trabajando. Cuando llegaban en tren, los nazis seleccionaban cierto tipo de persona, dentro de un determinado rango de estatura y peso. Ellos calculaban la cantidad de calorías y carbohidratos con que alimentaban a dicho ser humano durante su estancia en Auschwitz, de tal forma que lograban calcular de manera más o menos precisa la fecha de su muerte durante la jornada laboral.
Al final de cada jornada laboral, conforme los prisioneros regresaban a las barracas, la orquesta de Auschwitz tocaba música clásica a manera de bienvenida. Dicha orquesta estaba formada principalmente por miembros judíos de orquestas europeas que habían sido hechos prisioneros del campo de la muerte.
Ya al final de la estadía, al grupo nos enseñaron una especie de plano que mostraba una nueva sección del complejo de Auschwitz. Si hubiese logrado construirse y echado a andar, se hubiera duplicado la capacidad de la producción de muerte en el campo de concentración, nos dijeron. Pasaría de 1,000 muertos diarios a 2,000. En cuanto dijeron el nombre con el que los nazis pensaban bautizar la nueva sección, todos los miembros del grupo voltearon a verme: “Mexiko”, se iba a llamar Mexiko. Yo me quedé de a seis, y ante la insistencia de varios miembros del grupo yo sólo dije: “I really have no idea why the nazis decided to name the new section Mexiko”. Muchos años después salió el peine. Historiadores mexicanos concluyeron que el General Cárdenas, en un cierto punto de la guerra, vendió y embarcó petróleo mexicano a la Alemania nazi, pero en barcos cuyos propietarios eran cuates del presidente Roosvelt. ¿Los nazis habían decidido devolverle el favor nombrando “Mexiko” a la más grande ampliación del campo de exterminio más siniestro de la guerra? Probablemente…
El grupo se hospedó en una escuela que estaba muy cerca del campo de concentración en Auschwitz. Todos agotados dormíamos agrupados en salones, noche tras noche, cada quién en su sleeping bag, más o menos. También las regaderas se abrían en las tardes por una hora. Ahí se metía a bañar todo el que quisiera bañarse, independientemente del género, todos juntos. Yo me pregunté si eso era el socialismo guiado por un partido comunista rumbo a la utopía final. En realidad, ante la realidad que todos los jóvenes estábamos viviendo en Auschwitz en ese momento, tomar un regaderazo, teniendo enfrente a un joven o a una chica bañándose, era exactamente lo de menos.
Llegó el fin del campo de verano. Nos despedimos y yo me fui rumbo a Paris con la gringa güerita de Minnesota. Antes de tomar el tren de regreso a Europa Occidental fuimos a un concierto de coros de Cracovia. El lugar era una iglesia hermosa y muy frágil. Tan frágil que teníamos prohibido aplaudir, lo cual fue surrealista. Luego comimos pizza en un lugar sugerido por el manual de viajeros gringos que la gringa llevaba consigo. El manual decía que la pizza que servían ahí era funky pizza. Lo único funky del asunto fue que se tardaron años en servir la pizza. Tiempo después me volví a encontrar con My Dear (así le decía yo) en Paris por algunos días. Ahí me di cuenta que My Dear lidiaba con problemas de incesto, lo cual complicaba su vida diariamente.
Y así, tuve tiempo de visitar posteriormente a la famosa Tiina Polhanpelto en Helsinki, a la francesa de Reims, a la alemana de la selva negra (Edda) y a Lola, la española que vivía en Madrid. Las tres primeras tenían razones relacionadas con la muerte por la que visitaron Auschwitz. Lola no, ella era muy gentil y su mamá cocinaba de campeonato. Después de Auschwitz llegué al campo de verano del sur de Francia, muy cerca de Roquefort. Estaba yo tomando el lunch con una banda de franceses el 19 de septiembre de 1985, cuando la Radio France Internationale anunció: Terremoto en México… Y un corresponsal francés afirmó: En la Ciudad de México, la Avenida Insurgentes y el Paseo de la Reforma ya no existen. Yo sentí que vomitaba hacia adentro…