El precio invisible de la guerra en Medio Oriente

Por: Julio de Jesús Ramos García

Mientras las bombas caen y las pantallas se llenan de cifras y declaraciones, algo más profundo y devastador está ocurriendo fuera del foco: el impacto económico y social de la guerra en Medio Oriente ya no se limita a sus fronteras. Se ha vuelto un fenómeno global, que nos atraviesa desde los precios del pan hasta la forma en que entendemos el miedo, la migración y la solidaridad.

La guerra en Medio Oriente, ha desatado ondas de choque que desestabilizan el precio del petróleo, interrumpen cadenas logísticas y agravan la inflación global. Cada vez que un oleoducto se ve amenazado o un puerto queda paralizado, los mercados reaccionan con histeria. Pero no solo son los grandes inversionistas los que sufren: son las familias en el sur global que ven duplicarse el precio de los alimentos importados, los pequeños productores que dependen de fertilizantes cuyo costo se dispara, o los trabajadores que pierden empleos en sectores golpeados por la inestabilidad.

Además, muchos países que dependen de las remesas de trabajadores migrantes en el Golfo están viendo un descenso abrupto en estos ingresos, pues la incertidumbre reduce la movilidad laboral. La guerra no solo destruye ciudades, también erosiona economías enteras, invisiblemente.

En paralelo, el impacto social es desgarrador. Millones de desplazados especialmente mujeres y niños deambulan sin acceso a servicios básicos ni derechos reconocidos. La normalización del desplazamiento masivo y la precariedad perpetua está sembrando las semillas de una generación marcada por el trauma, la pérdida y la rabia. Y sabemos que donde florece la desesperanza, también germinan los extremismos.

Occidente, que durante décadas ha intervenido en Medio Oriente con una mezcla de cinismo y cálculo geopolítico, ahora enfrenta el retorno de su propio espejo: migraciones desbordadas, tensiones culturales internas, e incluso ataques en casa. Pero en lugar de revisar el modelo, muchos gobiernos insisten en respuestas que agravan la exclusión y la polarización.

La reacción global oscila entre la hipocresía y la impotencia. Mientras se redactan comunicados “profundamente preocupados”, se siguen vendiendo armas a los actores involucrados. Las resoluciones de la ONU se convierten en papel mojado ante los intereses de las potencias y la parálisis diplomática. La guerra se perpetúa, no solo por la violencia de las armas, sino por la pasividad cómplice de quienes podrían detenerla.

No podemos permitirnos seguir viendo la guerra en Medio Oriente como algo lejano o inevitable. Es una guerra que se filtra en nuestras economías, nuestros barrios, nuestras narrativas. Es hora de exigir responsabilidad a los gobiernos, coherencia a las potencias y, sobre todo, humanidad a nosotros mismos.

No habrá paz sin justicia, ni estabilidad sin una mirada global que anteponga la vida a los intereses. Y hasta que eso ocurra, todos, en mayor o menor medida, seguiremos siendo víctimas de un conflicto que creíamos ajeno.