1968 y la consistencia de la memoria

«En 1968 se rompió el consenso

y apareció otra cara de México».

Octavio Paz, Posdata

 

Por: Diego F. Gómez-Salas

Como si los astros se hubieran alineado, 1968 fue un año en el que el espíritu revolucionario se contagió entre las juventudes del mundo: en distintos contextos, con distintos movimientos, por distintos motivos, pero en el mismo año, en coincidencia de hechos.

En mayo, Francia gritó su primavera tardía. Los parisinos rebeldes salieron a las calles para intentar hacer poesía con esa masa amorfa que es la política, mas se toparon con la fuerza de las armas. En las barricadas, se enfrentaron a la brutalidad de las Compañías Republicanas de Seguridad, a la traición del Partido Comunista y su Confederación General del Trabajo. Frente a un futuro incierto, los franceses corearon al unísono «¡sé realista, pide lo imposible».

En Praga, los checoslovacos se rebelaron contra las deformaciones del comunismo, mas no lo combatieron ideológicamente; más bien exigieron su democratización, la humanización de un totalitarismo stalinista que había cobrado la vida de millones de personas. En la Europa Central fueron las balas del Kremlin las que callaron la voz de esas juventudes insurrectas. Aunque suene a contradicción, esa lucha se trató de comunistas que aplastaron a comunistas para defender la permanencia del comunismo.

En México el contexto fue distinto. Los años 60 propiciaron una ruptura del régimen instaurado por el partido hegemónico desde 1929. En el México sesentero comenzaba a tomar forma una renovada cultura popular bajo un ideal que rebasó los postulados de la Constitución de 1917, la prosperidad del Desarrollo Estabilizador y la cursilería ideológica de una nación recién nacida, rural, agraria, posrevolucionaria (de aquella Revolución de principios de siglo, la de las armas).

En ese momento, las clases medias anhelaban la «modernidad pervertida», esa que era fomentada por el evidente crecimiento económico; es decir, se ansiaba la urbanización estilo U.S.A. con desarrollos habitacionales como los de Tlatelolco y Ciudad Satélite, centros comerciales estilo mall y la música disruptiva de los bien conocidos Elvis Presley, Bob Marley y The Rolling Stones. El mexicano del sombrero, el agave y el burro comenzaba a ser cosa de antaño, un estereotipo del que las nuevas generaciones urbanas comenzaron a renegar, pues no concordaba con su moderna identidad.

En el sexenio de Díaz Ordaz, un México aún repleto de injusticias sociales se ponía la máscara de la modernidad: el país sería la sede de las Olimpiadas de 1968 y, dos años después, del Mundial de fútbol. El mundo miraba a México y los mexicanos miraban el mundo.

En las ciudades, las juventudes estaban extasiadas con la cultura extranjera; en las universidades, los jóvenes leían a Marx, Sartre, Camus y Rimbaud; como John Lennon y Paul McCartney, consumían sustancias psicodélicas en Oaxaca y cuestionaban duramente la omnipotencia de un régimen autoritario en un país que ya había alcanzado el orden a través de las instituciones y su rancia burocracia, pero que aún le debía a la ciudadanía la democracia. En aquellos tiempos, el periodo de la institucionalización promovido por el PNR-PRM-PRI había concluido; ahora las circunstancias exigían la transición hacia una ciudadanía que no sólo votara en las urnas, sino que eligiera libremente.

Después de 1945, el mundo se fracturó en bloques: en lo horizontal, el capitalista-occidental y el comunista-oriental; en lo vertical, en naciones desarrolladas y en vías de desarrollo. La desapercibida declaración de la Guerra Fría puso en el tablero político dos corrientes ideológicas que convivían como el agua y el aceite.

Más allá de las exigencias y las pugnas estudiantiles, la masacre de la Plaza de las Tres Culturas fue producto del alarmismo y las teorías de conspiración surgidas de esas mismas corrientes; de la decisión de un presidente frustrado, con baja autoestima, alimentado por los susurros al oído de un secretario de Gobernación paranoico frente a la amenaza comunista que venía desde Europa. Esta combinación de obsesiones en el Poder Ejecutivo, aunada al evento deportivo que se aproximaba, apuntó a la brutalidad del Batallón Olimpia como una cobarde solución para detener a esos jóvenes pervertidos que «buscaban desestabilizar el orden» del diazordacismo. El resultado de dicha decisión presidencial es por todos conocido; se conmemora cada año, pues «no se olvida».

El distorsionado eco del 68 siguió escuchándose décadas después: se materializó en reformas políticas, en nuevos movimientos, en nuevos partidos políticos que aparecieron para luego desaparecer, en nuevas instituciones públicas, en nuevas exigencias, en nuevas voces que les dieron sentido a esas nuevas exigencias.

A 55 años del Movimiento de 1968, México vive una especie de regresión histórica que nos recuerda los tiempos de aquello que Giovanni Sartori llamó el presidencialismo autoritario. Hoy desde Palacio Nacional se intenta reinstaurar el autoritarismo y el control del poder público a través de una sola institución política, de un solo hombre que se las ingenió para ser respaldado por las Fuerzas Armadas. «El Ejército actúa, en casos como ésos, recibiendo órdenes…», justificó AMLO el lunes pasado, su último 2 de octubre como presidente de la República.

La infame y creciente violencia que impera en nuestro país hace impensable una revolución pacífica como lo propuso aquel López Obrador candidato, quien es el peor enemigo del López Obrador presidente. En este contexto, en las décadas venideras serán las juventudes mexicanas las que tendrán la responsabilidad de construir un mejor México; ahora de una manera distinta, pues es necesario aprender a darle utilidad a las nuevas tecnologías de la información, a las redes sociales -esa plaza pública digital- para levantar puentes de comunicación y buscar el consenso en una sociedad cada vez más polarizada en los extremos.

El sueño revolucionario del siglo XXI comienza con las ideas y debe terminar con acciones razonadas, pues, parafraseando a Camus, la revolución -en su más violenta definición- es lo único que puede transformar las condiciones sociales intolerables, pero también puede conducir a la creación de situaciones sociales intolerables. Si es que existe la posibilidad de hacer una revolución de seda, es necesario aprender del pasado, razonar el presente y soñar un futuro sin violencia construido a partir de diálogo y acuerdos civilizados.

Dejando a un lado los colores partidistas, los jóvenes deben sentarse en la mesa redonda y proponer planes viables que, a mediano plazo, conduzcan a implementar acciones en los temas prioritarios: seguridad, salud, educación, micro y macroeconomía, medio ambiente, uso de la tecnología y Derechos Humanos. También será necesario debatir sobre ese pasado que da forma a la complejidad de nuestro presente y traza los límites de nuestro porvenir.

Si la Historia es lineal, debemos dominar nuestros recuerdos históricos para seguir avanzando; por el contrario, si ésta es cíclica, estamos obligados a evitar repetir errores en esta incesante espiral de acontecimientos. En ambos casos, la memoria juega un papel crucial. Los sucesos de la historia reciente de nuestro país nos deben conducir a darle el valor que merecen aquellos movimientos sociales que permitieron la construcción de instituciones, a reconocer las vidas de mujeres y hombres que se enfrentaron a lo impensable para reclamar lo imposible, a hacer honor a la consistencia de nuestra memoria histórica.

Que no se olvide: es posible hacer lo imposible.