Durante la concentración que se llevó a cabo el 18 de marzo en la Plaza de la República (Zócalo) ocurrió un hecho que considero de suma gravedad: fue quemada una efigie de la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), Norma Lucía Piña Hernández. Además de ser un acto de barbarie, este hecho muestra la polarización, el encono y la falta de entendimiento al que hemos llegado los mexicanos. No dudo en afirmar que el principal responsable de esta situación es Andrés Manuel López Obrador.
Conviene recordar que la democracia se sustenta en un pacto social. Ese acuerdo fue alcanzado en 1977, cuando se promulgó la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE). La transición a la democracia en México implicó la expedición de otras leyes que fueron mejorando las condiciones de la competencia electoral. Todas ellas refrendaron el espíritu de ese primer acuerdo de 1977, es decir, la premisa fundamental del pacto político democrático es un pacto de no agresión entre los participantes, la convivencia civilizada entre los actores políticos y sociales.
El problema es que ese pacto de no agresión ha quedado roto. Lo rompió Andrés Mnauel López Obrador: desde el foro que le brindan las mañaneras, ha utilizado sistemáticamente la violencia verbal para atacar a quienes no están de acuerdo con él. Aunque México es un mosaico de ideas y tendencias políticas de muy distinta índole, el tabasqueño ha recurrido a la “facilonería”, al reduccionismo para meter, a todas esas expresiones donde campea el pluralismo ideológico, en un solo saco que lleva la etiqueta de “conservadores”.
López Obrador no se cansa de repetir que esas fuerzas retrógradas son contrarias al “cambio verdadero”, a la “cuarta transformación”, “quieren seguir conservando sus privilegios”, “sirven a la oligarquía”, “esta es una lucha del pueblo contra la élite”, “se acabó la robadera”, “no somos iguales”. Estribillos que hemos venido escuchando machaconamente desde hace años (no se sabe otra cantaleta); pero detrás de los cuales se esconde la operación, ya en marcha, de desmantelar a la democracia e imponer una tiranía populista.
Dentro del manual del populismo (Ernesto Lacau, Chantal Mouffe, el Foro de Sao Paolo) está la superación de la democracia constitucional y la ruptura de la división de poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial). Lo que procede, según la doctrina populista, es implantar una verdadera democracia popular y darle prioridad a los mecanismos de la democracia directa (consulta popular, referéndum, plebiscito, e iniciativa popular) sobre la democracia representativa.
El problema para López Obrador—en sentido contrario a lo que afirmar algunos analistas—es que en México la democracia sí se hizo una costumbre, permeó en el tejido social, echó raíces. La prueba está en las manifestaciones ciudadanas que se llevaron a cabo el 17 de noviembre de 2022 y el 26 de febrero de 2023. Lo conducente, si López Obrador fuese un jefe de Estado que tomase en cuenta las distintas opiniones que emanan de la sociedad mexicana, hubiese sido que hubiese hecho caso a las exigencias expresadas en esas manifestaciones; esto es, el rechazo a su propuesta de reforma electoral. Pero su reacción fue todo lo contrario, las tomó como una afrenta: llamó a sus huestes a responder a los enemigos. Dicho de otra manera: en vez de buscar la conciliación dio rienda suelta a la confrontación. El 27 de noviembre adelantó la celebración del cuarto aniversario de su ascenso a la presidencia de la república; el sábado 18 de marzo dizque conmemoró la expropiación petrolera.
No puede haber contraste más extremo entre el General Lázaro Cárdenas y el Licenciado Andrés Manuel López Obrador. El michoacano construyó el Estado posrevolucionario, el tabasqueño está destruyendo las instituciones públicas. El hombre de Jiquilpan era un estadista que pensó en el interés general, el hombre de Tepetitán es un caudillo populista que piensa en su interés particular.
Su furia por no poder doblegar al Poder Judicial, se expresó en ese acto propio de la época medieval: quemar a las personas vivas o en efigie. Así le sucedió a Giordano Bruno quien sostuvo una cosmovisión distinta de la Iglesia Católica. El 8 de febrero de 1600 fue leída la sentencia en donde se le declaraba herético, impenitente, pertinaz y obstinado. Es famosa la frase que Giordano Bruno dirigió a sus jueces: “Tembláis acaso más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla.” Fue quemado vivo el 17 de febrero de 1600.
Después del acto oscurantista ocurrido en el Zócalo el sábado pasado, vale la pena recordad que, aquí en la Nueva España operó el Santo Oficio (la Inquisición) cuya sede estaba en lo que hoy es la Plaza de Santo Domingo; allí estuvo, muchos años después la Escuela de Medicina de la UNAM.
Pues bien, quienes eran condenados a morir en la hoguera eran llevados a lo que hoy es la parte poniente de la Alameda Central. Antes de ser ejecutados eran humillados, paseados por las calles, vestidos de blanco y con un capirote en la cabeza, montados en burros.
La quema de la efigie de la ministra Norma Piña, por hereje, nos retrotrae a la época del oscurantismo o quizá a la época de los nazis cuando también se quemó a las personas en los hornos crematorios. A eso nos ha hecho caer el “mesías tropical”, que es un verdadero y propio inquisidor y sus huestes, una punta de fanáticos dispuestos a quedar bien con el tirano.
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