Latitud Megalópolis
Por: MANUEL PÉREZ TOLEDANO
Irrumpe el amplificador de sonido con música estridente.
La gritería de la multitud parece disolverse en un solo y sordo barullo. Millares de sombras se mezclan bajo el rosario de foquillos que engalanan la feria. El péndulo de un gigantesco armatoste agita en su puño cuatro bocas enloquecidas en el fondo de la noche.
Cuando se produce el ruido seco de la pelota contra la guata del turbante -¡prac! ¡prac!- responde el negro con el zumbido del timbre.
El barracón se anima al ver que la cabeza del negro asoma dentro de las fauces del león. El rostro oscuro hace resaltar el blanco empañado de sus ojos. Su mujer se acerca, lo mira y exclama furibunda:
-¡Estúpido! ¡Te estás dejando pegar!
Ella se inclina y recoge del suelo tres bolas de trapo. Luego, se dirige al barandal de madera que separa al público. La gente sonríe con algo de sadismo.
¡Péguenle al negro! La voz de ella suena a cólera.
El negro advierte la saña feroz del público al lanzar el proyectil. Y tuerce el cuello en rápidos giros par desorientar al tirador. La pelota golpea a pocos centímetros de su turbante, en las tablas donde la pintura del león abre la boca perforada en medio del paisaje africano.
Cada vez que una bola golpe el protector del negro, la mujer se enfurece, pues esos tiros se pagan, si son tres, con cajetillas de cigarros, y si uno o dos, con chicles y camotes.
El negro se esfuerza en esquivar los pelotazos, menos dolorosos que las palabras de su mujer. Detrás del cancel, su cuerpo flaco se apoya en un cajón. Las manos, mojadas de sudor, han dejado una huella de suciedad en la madera. La algarabía de la feria lo arrolla en sus altos oleajes; la música estridente exaspera sus nervios.
De pronto, el negro se sumerge fugas en el estómago del león y busca a tientas en la penumbra. Rechina el tapón de una botella; pero, un grito lo hace estremecer. Diligente, ensarta la cabeza en el hueco. La figura de su mujer le cubre la luz.
-¡Infeliz! ¡Es lo único que sabes hacer!
Ella le da la espalda y se aleja unos pasos; al llegar a la mesa, toma con furia una cajetilla de cigarros, y haciendo una mueca, la entrega al triunfador. En seguida, vuelve la vista hacia el negro y lo maldice entre dientes.
La mujer se aproxima, se ha detenido a mitad del local, y sin importarle el público, exclama:
¡Maldito! ¡Mira dónde me has colocado!
A continuación, torna la faz demudada a la muchedumbre y brama:
-¡Péguenle al negro! ¡Péguenle al negro!
En el rostro del negro, lo blanco de las córneas se agitaba con tenues reflejos. Observa a su mujer, al tiempo que una pelota se aproxima. Elude presto el golpe y la bola se estrella en el tablero. Su mirada sigue la silueta de ella. “la quiero -piensa-. Bien sé que la quiero; nada más que ahora parece arraigárseme más, de hacerme sentir mi fracaso, de saber que existe algo que me estruja en esta pesadilla real…”
Al sentir el golpe de la pelota en su cabeza, oprime el botón y el timbre prolongado. Entonces, la humedad de un salivazo resbaló en su pintarrajeada piel. Es la mujer que se acerca y gruñe:
¡Idiota, no sabes hacer nada!
Mientras levanta del piso las bolas, ella no cesa de blasfemar:
-¡Pedirás de comer! ¡Eres tan cínico que todavía te atreves a existir! ¡Bah…!
Una persona del público le tiende unas monedas y la mujer despecha las pelotas, burdas e hilachentas.
El vocerío de la gente que se despatarra en la rueda de la fortuna, en el pulpo, en el salto, en el látigo, en los raudos aviones que dibujan “looping the loops” sobre las estrellas, ensordece el ámbito, de consumo con los magnavoces que anuncian las diversiones de la feria.
Asomado en su agujero como ratón, el negro esquiva la lluvia de pelotas. El público paga por el placer de herir.
Tal vez a causa de una furia contenida, de un odio no disuelto, o a caso por un resentimiento larvado cuya canalización aflora pegándole al negro.
Reclinada en el barandal, la mujer enciende un cigarrillo. Las ojeras polvorientas; algunas arrugas desaparecen bajo la pintura de las cejas. Al vocear, muestra una dentadura incompleta.
El cabello teñido descubre en su raíz hebras blancas y grises. Fuma arrebatada, como si quisiera ahogarse en el humo. Sin retirar el cigarro de sus dedos, atiende al público. Un puñado de monedas de cobre están sobre la mesa, junto a los paquetes de cigarros y de dulces. Ella parece poseída de un rencor extraño; una irritación desenfrenada la impulsa a humillar al hombre. Por eso, se acerca y escupe:
-¡Te odio!
El negro vuelve la mirada a la muchedumbre, simulando una indiferencia inaudita. Ella torna a la carga:
-¡Desgraciado!
Un estallido de rock latiguea los oídos. Es un compás rudo y salvaje que desintegra el ánimo. El ruido de los engranes de los juegos enmudece y el grito de la multitud se pierde en el endiablado ritmo. Los foquillos de la feria son una tira bordaba de luz.
Se oye el pregón de la mujer:
-¡Péguenle al negro! ¡Péguenle al negro!
Los tiradores se abren paso, le pelota en las manos, en seria actitud de jugadores de “base ball”; la vista fija en la cara del negro y con malévolos deseos de partirlo en dos.
De tarde en tarde, el negro bebe unos tragos furtivos, hurtados al mundo. Y todo para que aquello parezca borroso, menos abominable y bestial. Anestesia para el dolor de vivir en el agudo ángulo de la angustia…
– ¿Porqué callas, estúpido? ¡Es lo que me choca de ti!
La mujer alza una pelota; pero, como el suelo está lleno de saliva, se ensucia las manos. Sulfurada, reprocha:
– ¡Cerdo! ¡Mira cómo has puesto el piso! ¡No dejas de ser lo que eres, un marrano asqueroso! ¡Si la gente supiera lo que haces…! ¡Anda! ¡Provócame y veras que me quito la falda para que me vean las piernas! ¡Anda! ¡Anda!…
El negro con la cara brillante de chapopote, permanece inmutable, para que el publico ignore que el monigote tiznado es un ser humano. ¡No! Preferible no responder con esa boca cruel. Preferible cegar el venero del grito.
Las rencorosas pelotas zumba en sus orejas y el ruido tenaz del amplificador de sonidos lastima como pelotazo. Una persona vestida de overol se tambalea, oprime una bola en su tosca mano, y apunta hacia el con crueldad homicida.
Los cansados ojos del negro se arrastran a los pies de ella. “Si al menos no la amara -se dice-; si su destino hubiera dejado de interesarme y pudiera yo mirarla como a cualquier persona del publico. Entonces, tal vez sería lo suficientemente vil para ignorarla. Olvidar ese cuerpo que se mueve de un lado a otro, donde se agita el haz vibrante de sus nervios…”
La mujer se acerca al negro.
-Me acuerdo de lo que dijiste en el velorio del niño. -susurro- ¡Idiota! ¡Cómo si no supieras que tu fuiste el que lo mató!… Y querías un hijo. ¡Je! ¡Je! -ríe histérica- Somos tan pobres que lo fuiste a enterrar en el basurero…
Las palabras de la mujer vibran en su cerebro, le picotean las fibras igual que los cuervos devoran la carroña. Siente como si un veneno lo intoxicara de súbito; sus manos empiezan a temblar. De lo profundo sube una pelota de fuego que le llega a la garganta; ahí, se detiene un instante. El negro lucha para que no salga y la estruja en el esófago con animo de reventarla. Mas aquello es duro e irrompible y resiste y se le atraganta, provocándole un liquido ardiente que le escuece los párpados.
Sus manos temblorosas rebuscan en el suelo la botella. Esta vacía. Con vehemencia la sujeta del cuello y la rompe contra el piso. Después , con los agudos filas se corta las muñecas…
Sí. Quizás el sea el único responsable de todo. Una especie de Quasimodo apedreado.
Y en ímpetu postrero, el hombre levanta el rostro con desafío. Las pelotas comienzan a rebotar en los salientes pómulos, en los ojos, en la nariz y la boca.
-¡Estas borracho! ¡Estúpido!
Protesta exaltada la mujer. Pero, al notar la inmóvil y lacia cabeza, clama enloquecida:
-¡Péguenle al negro! ¡Péguenle al negro!
Y su pregón se pierde en el barrido de la feria que ensordece todo: risas y lagrimas.