EN EL CINE

Por: MANUEL PÉREZ TOLEDANO

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Poco a poco empieza a vislumbrar contornos de objetos: la negra opacidad cede el paso a la penumbra. Ve las cabezas de los espectadores, alineadas cual figurillas de tiro al blanco sobre el fondo luminoso de la pantalla cinematográfica. Observa al público: parejas de novios abstraídos en mutua contemplación, grupos totales de familias cargando hasta con las fámulas, niños parados en las rodillas de sus padres, personas de atrás con el pescuezo de jirafa, vendedores de paletas heladas, pistaches, chocolates, cruzando los pasillos.

Luego de quitarse el sobretodo, pide permiso a una señora gorda, de lentes pequeños, lo deje pasar a una solitaria butaca. Cuando se dirige, con pasos laterales, a tomar asiento, las rodillas de la dama le ponen resistencia, obligándolo nuevamente a suplicar:

-¡Por favor, señora! Tenga la bondad… -y como lleva el abrigo en alto, da con él sobre la reluciente calva de un espectador. Más disculpas: -¡Perdón, caballero!

Después de mucho batallar consigue llegar a la casi inaccesible banca. Se sienta, cruza las piernas y apoya cómodamente los codos en los brazos de la butaca. Como sombrero en percha, cuelga su vista del blanco pedazo de lienzo y echa a rodar su imaginación al compás de las grises siluetas de la escena.

En la fila de atrás unos señores comentan la película en voz alta, vuelve el rostro, con timidez, para rogarles que se callen.

Silencio.

Paulatinamente, la vida del protagonista empieza a interesarlo, quizá porque lo ve revolverse en un ambiente sórdido y ruin, o por su flaca figura o la manera en que reacciona a los estímulos. Sobre todo, por el desmesurado sufrimiento. ¡Cuánta desventura reflejada en un pedazo de trapo!

La fuerza dramática de la película aumentaba cada minuto. Y presencia, compungido, cómo se le mueren al personaje central los seres más queridos, y lo ve quedar solo, chapoteando las manos en amarguras de hiel.

Hay un momento en que siente la imperiosa necesidad de volverse a otra parte o de salir huyendo del espectáculo, pero decide permanecer hasta el final con el alma abierta a la queja del celuloide.

En tanto, al protagonista le crecían las barbas, el traje se le convertía en harapos astrosos y bebía aguardiente en tabernuchas ínfimas, abotagados los ojos, cenceño, esmirriado. “¡Esto no puede continuar así!”, piensa nuestro espectador, trémulo de emoción y frotándose la cara con las manos húmedas; ni siquiera oye el llanto de un niño y los siseos del público.

Cuando ve que el protagonista se detiene sobre un puente altísimo, contemplando con fría y resuelta mirada el profundo abismo en donde se agitan aguas tumultuosas, está a punto de exhalar un grito: “¡No! ¡No!”, clama con la boca del alma. “¡No puede terminar así!”, y se estrujó el pecho con las manos hechas tenazas.

El público despeja la sala. Se marchan sonrientes, complacidos. Sólo él se va más triste de como llegó. Una determinación sombría se le ha prendido del cerebro haciéndole latir vertiginosamente el cansado corazón.