La celebración mundial del 14 de febrero tiene sus antecedentes en los orígenes mismos del cristianismo. Cuenta la historia que, en tiempos de la persecución romana, un médico convertido en sacerdote unía en sagrado matrimonio a soldados con sus amadas, acto que estaba prohibido por el emperador por considerar incompatible la vida familiar con la de las armas. Por esas acciones se convirtió en mártir al ser ejecutado por decapitación. Se cuenta también que en su camino hacia el patíbulo el clérigo realizó el milagro de regresarle la vista a una joven e invidente doncella de quien se había enamorado.
Es tradición que ese día lo celebremos con la persona que amamos. Que regalemos flores y obsequiemos chocolates. Que salgamos a comer, que preparemos una cena especial. Cualquier detalle que demuestre lo mucho que queremos a las personas que nos importan.
Sin embargo, los chocolates se consumen y las flores se marchitan. De nada sirven las muestras de afecto si al día siguiente volvemos a la rutina distante, hedonista y egoísta. De nada vale encender una llama con todo el ánimo posible si no se le va a proteger de los ventarrones y la lluvia.
El amor es un sentimiento, pero también debe ser una decisión. Y no solo me refiero al amor de pareja, sino también al amor hacia el prójimo. Y ese amor no se demuestra con flores y chocolates, sino con acciones, con actitudes, con obras. Al fin de cuentas, como dicen por ahí, obras son amores y no buenas razones.
Actuamos con amor cuando tratamos con dignidad a las personas que trabajan con nosotros, cuando no nos interesamos solo por su desempeño laboral, sino también por su salud y su familia. Cuando se les hace sentir parte de un equipo y se les ofrece una compensación justa.
Cuando entendemos que no todos hemos tenido las mismas oportunidades, ya sea por la familia en la que nos tocó nacer o por los dones y carismas particulares ofrecidos por la naturaleza, y actuamos en consecuencia para reducir esa brecha de desigualdad y desequilibrio social. No solo dando una dádiva, sino involucrándonos activamente en proyectos sociales.
Demostramos amor verdadero cuando somos sensibles a la desgracia de otros, cuando nos duele el sufrimiento ajeno, cuando nos ponemos en los zapatos de los demás. Cuando defendemos al desvalido y luchamos contra las injusticias; cuando mostramos solidaridad y empatía. No siempre se requiere aportar recursos materiales. Muchas veces, una palmada en el hombro, una palabra de aliento, una simple sonrisa, pueden cambiar la vida y el destino de otros.
Al mundo lo que le falta es amor. Suena muy trillado y platónico, lo sé, pero no por eso deja de ser cierto y pierde vigencia. Si todos comenzamos a cambiar la actitud, si compartimos nuestro tiempo y talento con quienes más lo necesitan, el mundo comenzará a cambiar. No esperemos al 14 de febrero para mostrar amor a los demás. Sembremos su semilla en esta fecha, pero reguémosla durante todo el año. ¡Feliz día de San Valentín!