Es verdad que los viajes nos cambian de múltiples formas, y nosotros -por nuestra naturaleza humana-, buscamos como medio de sobrevivir, aquellos nuevos aires que nos llenen los pulmones, aquellas ganas que creíamos completamente perdidas.
Así es como movernos, resulta ser la cura contra lo cotidiano que nos encadena a la pata de nuestras camas; a ver el mundo desde un ordenador; que nos llena la cabeza de miedo a todo aquello que no podemos controlar, aquello que se encuentra al exterior de nuestra zona de confort.
Esta columna es una especie de bitácora de un viaje de fin de semana que me presentó a una maestra implacable -cruel pero justa-, aquella maestra que me mostró mis peores miedos y me hizo enfrentarlos. Esta maestra es la montaña, y la enseñanza sin duda alguna es el ascenso.
El viaje me llevó a encontrarme en una escena que parecía la antesala de una historia de terror. Frío a menos siete grados centígrados -aire invernal- mis manos congelaban; el piso se convertía en un juego de trampas que de un momento a otro –si me descuidaba lo suficiente- por lo menos caería unos metros abajo. La luz más prominente que iluminaba la escena era la de la luna, que permanecía expectante desde el cielo, acompañada por miles de pequeñas luces provenientes de la lejana ciudad estancada debajo de nosotros y del bosque.
El frío se volvió contra mí, y me hacía cuestionar el por qué había decidido subir; y aunque la duda me azotaba a ratos, el ánimo de desertar nunca había sido tan pequeño como en ese momento. Cada paso que daba era un paso menos en la carrera conmigo mismo por llegar hasta la cima de esa pendiente, hasta terminar con el primer objetivo, y comenzar el siguiente.
En circunstancias extremas uno aprende a seguir los consejos de la gente que ya vivió lo que nosotros padecemos, o sufrimos las consecuencias inmediatas de no seguirlos, aprendiendo de todas formas de ello. Por suerte, casi siempre he sido de los primeros, y esa ocasión no fue la excepción.
Puntualmente seguí el consejo de hidratarme dándole tragos pequeños al agua que llevaba –el cuerpo no se da cuenta en esas condiciones que se está deshidratando, hasta que es demasiado tarde-; caminar a un paso más lento de que mis piernas me permiten, para no acabar conmigo mismo; no detenerme mucho en esos pequeños descansos que damos a fin de continuar; y el más importante de todos, escucharme y conocerme a mí mismo, uno es el único que sabe si esto de conocernos a nosotros mismos nos alegra, o nos termina por inundar de miedo.
Después de todo, logré ascender el primer punto, y luego de eso -de darme cuenta que sí podía-, continué el resto del camino usando lo que había aprendido para seguir; conociendo mis límites para poco a poco romperlos.
¡Vaya lección de vida!, tener que destrozarnos por completo, físicamente, para poder armarnos por completo, espiritualmente.
Después de un viaje a la montaña -a más de 4 mil metros sobre el nivel del mar, en condiciones que podrían hacernos ver como que todo está en contra nuestra-, al llegar a casa, nada es igual. El aire y la sabiduría de la montaña vuelven con nosotros, nos acompañan de regreso.
La analogía de la montaña y el ascenso, es algo que nos persigue en nuestro caminar diario; y la vida, la vida sin duda alguna es un viaje, aunque a veces no nos demos cuenta de ello.
Un viaje que requiere paciencia, esfuerzo y fe; un viaje que ascendemos en ocasiones muriéndonos de miedo, pero no nos morimos en serio, sólo sentimos como si lo hiciéramos; un viaje que llega a frustrarnos cuando perdemos el rumbo o se nos acaba el aire; un viaje que en ocasiones necesitamos pausar, para recuperar la fuerza de seguir, no para estancarnos hasta que nos devoren los gusanos.
En el ascenso de la montaña, nosotros subimos a nuestro propio ritmo, compitiendo con solamente con nosotros mismos; en el ascenso de la montaña es importante conocernos, para romper -al momento que necesitemos hacerlo- aquellos techos de cristal que nos mantienen prisioneros, ahogados entre miedo, para despertar aquel gigante que permanece dormido.
El viaje no termina, aunque pensemos lo contrario, siempre habrá otro punto que debemos trazar, otro recorrido que tenemos que enfrentar, un sendero que no conocíamos, otra subida o bajada entre suelo resbaloso o tierra firme; otro viaje que nos lleve arriba o debajo de donde nos encontrábamos.
No es malo estar arriba o debajo de donde nos encontrábamos antes; con escarcha en las manos o siendo acariciado por un brazo del sol; sólo son lugares diferentes y tenemos que aprender a vivir con ello.
Lo importante de vivir es seguir caminando. Sin que cuente mucho dónde nos encontremos ahora, el viaje no termina, aunque a veces pensemos lo contrario.
Siempre habrá otro punto, otro recorrido, otro sendero, otra montaña, otro destino; hasta que este nano-instante que llamamos vida, se pierda por completo; y aun así, cuando seamos espíritu, seremos espacio y seguiremos el viaje, subiendo la montaña, ascendiendo.