Con ojos de turista

Latitud Megalópolis

 

Desde hace algún tiempo me la he pasado reflexionando acerca de la realidad que vivimos, particularmente sobre una pregunta, ¿Por qué ya nada nos sorprende? Nuestra capacidad de sorprendernos ha recibido tres tiros a quemarropa y por la espalda, ha sido asesinada a sangre fría por la silenciosa, temible y ordenada costumbre.

Hemos perdido esa capacidad de sorprendernos. Ahogados en la monotonía, no nos mueve lo bueno ni lo malo; acostumbrados a la violencia, nos han dejado de impactar hasta los actos más viles, cometidos por criminales, que se han vuelto el pan de cada día de la noticia amarilla nacional. Aceptamos la tragedia como si no sucediera nada fuera de lo común; la normalizamos a la vista de todos.

Mientras vamos creciendo perdemos esa capacidad de sorprendernos, ahogados por la vida adulta que nos empuja a navegar en círculos, en mar abierto y sin una ruta definida para el retorno.

Ahogamos esa capacidad. Queda varada ahí, en nuestra niñez, desde donde se desangra por la punzada artera recibida, cortesía de la costumbre adulta de vendarnos los ojos, hacernos dóciles, igualarnos hasta la existencia.

Hay quienes se han rebelado de lo anterior y salieron avantes. A través de la literatura han criticado la ceguera cognitiva -el mundo adulto y sus abominables medios para minimizar la imaginación y la sorpresa de los niños-, logrando inspirar una posibilidad de cambio.

Antoine de Saint-Exupéry, plasmó en su obra maestra, El Principito, una crítica desmenuzada sobre el adultocentrismo, tocando sutilmente la puerta de nuestra niñez y despertando aquellos recuerdos que permanecían ocultos. Cada pasaje del libro, traza una ruta para recuperar nuestra capacidad de imaginar y de sorprendernos; todo esto empieza por dejar de ver, y empezar a observar la vida que desde la mirada adulta, hace parecer todo monótono, rutinario.

El Principito, nos da la oportunidad de despertar y preguntarnos nuevamente el por qué; encontrar el valor que tiene la amistad; lo maravilloso que significa el amor; buscar lo esencial, que permanece invisible ante los ojos; rescatar nuestra capacidad de sorprendernos como la primera vez.

A su vez, Tolkien creó todo un complejo universo de lenguas, geografía, sistemas políticos, mitos, cosmogonías e historias sobre lo que llamó, La Tierra Media. Entre tanto, plasmó de manera transversal una filosofía de vida, dejando migas con enseñanzas para los lectores del mundo; lecciones que venían en forma de pequeñas acciones de bondad, de la sorpresa que nos da un viaje inesperado o una cena en compañía de completos extraños, que tiempo después, se volverían entrañables amigos.

Entre las historias épicas de Tolkien, estaban engarzados pasajes repletos de detalles que jugaban con nuestros sentidos a partir de las formas que creaba nuestra memoria de la lectura. No era lo inconmensurable lo que hacía que la realidad cambiara, sino lo que a simple vista parecía ínfimo, ordinario, normal; en esas pequeñas acciones y esos pequeños detalles estaba una magia tan poderosa como para mantener a raya el mal.

La literatura, en muchos sentidos da lecciones de vida. No de una forma cruel y despiadada como lo haría la vida misma; sino de una forma sublime, a través de un viaje potenciado por la imaginación del lector. Esa es la magia que nos presenta.

Actualmente, ya nada sorprende, todo parece cotidiano. La tecnología ha avanzado tanto que cada vez vemos con menor sorpresa los cambios, así pierden valor las cosas, a la misma velocidad que avanza la tecnología.

La incapacidad de sorprendernos se ve reflejada de manera tangible hasta cuando recorremos el lugar donde vivimos. Casi siempre, la premura y preocupaciones nos ciegan, dejándonos a merced del tiempo para que nos consuma.

En lo anterior aplica perfectamente prescindir de nuestros ojos, para empezar a ver con ojos de turista: recorrer las calles observando los detalles, tratando de saborear cada partícula de la comida; disfrutando la calidez de un abrazo y sentir como va llenando el espíritu; ver a los ojos a alguien y disfrutar la conexión que nos deja; encerrar la vida en pequeño; sorprendernos de la síntesis.

A través del bombardeo constante de información sensacionalista y tendenciosa, se ha ido colocando un velo sobre nosotros, velo que es indispensable quitar. Para deshacernos de él, necesitamos recuperar la capacidad de asombrarnos, fundamental en esta etapa de la humanidad donde permanecen atados nuestros sentidos y comunicamos menos de lo que en realidad podemos llegar a sentir.

Es necesario volver a creer y rescatar esa magia que fuimos diluyendo de a poco desde el adultocentrismo, Se vuelve fundamental en estos tiempos, recuperar la capacidad de sorprendernos, para leer el momento predilecto y movernos, hacer algo para cambiar la realidad. La sorpresa se puede convertir también en aquella chispa que encienda la esperanza, que nos conmina a tener fe.

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