Desde hace varios años el descontento social alrededor del mundo por las inequidades que ha arrojado el actual sistema económico y la franca decepción en que se ha traducido el binomio democracia-capitalismo y su aparato institucional, han calado hondo en los ciudadanos de a pie, que siguen sin recibir las prerrogativas de la tierra prometida que la doctrina neoliberal les aseguró iban a tener.
Las democracias liberales en Occidente, específicamente las que se consolidaron después de la Segunda Guerra Mundial, entiéndase Estados Unidos y las potencias europeas que hoy forman el bloque económico y político que unifica una parte de Europa, se dieron a la tarea de construir todo un aparato institucional de alcances globales con el objetivo, entre muchos otros, de lograr colaboración internacional y en algunos casos reducción de pobreza y desigualdad.
El modelo ha fracasado estrepitosamente, puesto que si bien existe un mayor progreso económico en muchas regiones del mundo, este ha sido profundamente desigual y el tablero instalado por la ONU tampoco ha sido muy equitativo en las reglas del juego geopolítico y ha servido, las más de las veces, para favorecer a sus principales financiadores, EUA y la Unión Europea, propiciando que el resto de los miembros jueguen un papel, a veces, puramente testimonial.
La retórica internacional al respecto de estos aparatos globales ha sido repetitiva, monótona y cada vez llega menos a los oídos de los más afectados: los pobres.
Se podrán decir muchas cosas acerca de los logros y fracasos del proyecto de transformación de Andrés Manuel López Obrador, pero si en algo ha sido consistente este audaz político, es en el discurso y mensaje que quiere dar; su comunicación siempre es inequívoca, y lo que sucedió ayer en la sede de la ONU en Nueva York va más allá de la presentación de una propuesta que a muchos les pareció ingenua o chabacana.
El discurso del Presidente puso el dedo en la llaga sobre todo aquello que no funciona en este sistema y que ha significado el estancamiento de toda una clase social y su casi perpetuación en la pobreza. No es un cosa menor que López Obrador se haya parado en la sede de este organismo a señalar los errores y a proponer soluciones a estos.
Desconozco si la idea de presentar este plan era meramente efectista o si en realidad se busca atajar al problema de la pobreza y la desigualdad en el mundo, al que las democracias liberales y el capitalismo han preferido ignorar. Lo que queda muy claro es que el Presidente puso en la agenda global un tema que si bien es muy suyo, le pertenece a la realidad de casi todo el mundo.
Año con año escuchamos iniciativas, fundaciones, planes de financiamiento aquí y allá para combatir la pobreza y la desigualdad. Estoy claro de que es un problema complejo que no se va a solucionar en un abrir y cerrar de ojos, pero a veces queda la sensación de que todas estas acciones nobles para erradicar las desigualdades sociales no son sino pura retórica.
La miseria y la injusticia social y económica siguen siendo la realidad de millones de personas en el mundo, en el interín, los grandes capitales siguen ensanchando sus arcas y el ciudadano común se limita a contemplar el espectáculo. Quizá a muchos les incomode el estilo populista del Presidente, pero quizá importar su diagnóstico nacional a la realidad económica y social del mundo no sea un ejercicio ocioso; tanto aquí como en el extranjero se ha pronunciado por los que menos tienen y se ha propuesto ser la voz de los invisibles. Nadie puede pronosticar cuáles serán las implicaciones de ello, pero nunca antes un líder mexicano había llegado tan lejos en ese sentido.