Imperios de la mente—Memento mori

 

Autor: Dr. José Martín Méndez González

 

Leve mosca, tu juego estival mi incauta mano barrió.

¿Más acaso no soy una mosca como tú?

¿O no eres tú un hombre como yo?

Pues yo danzo y bebo y canto

hasta que una ciega mano barra mi flanco.

William Blake, Canciones de experiencia, “La mosca” (1795).

 

 

La cita latina “Recuerda que morirás”, por lo que sabemos, tiene su origen en la Antigua Roma. La frase era dicha por un siervo durante los desfiles triunfales para honrar al comandante militar en turno que había culminado exitosamente alguna campaña militar. El objetivo de pregonar la mortalidad en medio del éxito era impedir que el personaje al que se agasajaba con el desfile no terminara seducido por la soberbia. Aunque la cita latina típicamente se puede encontrar en algunas pinturas y grabados europeos del siglo XVII—generalmente acompañada de la presencia de un cráneo humano entre objetos de uso cotidiano—, el memento mori es multiforme. Por ejemplo, Carl Sagan tenía en su espejo del baño una tarjeta postal enmarcada con un mensaje en el que se leía: “Querido amigo: Sólo unas líneas para decirte que estoy vivo y coleando y que lo paso en grande. Es magnífico”. El anverso de la postal la llena una imagen a color del Titanic. El matasellos tiene la fecha del día anterior a la tragedia que se llevó al Titanic, y al remitente de la postal, al fondo del mar.

Estos dos últimos años nuestro memento mori a nivel mundial ha tomado la forma de un virus, el SARS-CoV-2. Suspendido en el aire e invisible al ojo humano, nos puede advertir de nuestra mortalidad valiéndose desde una breve sensación de gripa pasajera hasta una estancia de varias semanas en cuidados intensivos. A pesar de que científicos de todo el mundo han hecho su labor en tiempo récord para crear una vacuna que permita disminuir el “llamado de atención” que nos ha dado el virus, los efectos a largo plazo o la aparición de una nueva variante aún merodean nuestro futuro.

Pero ¿será así por siempre? Como civilización humana, ¿estaremos siempre jugando a la defensiva contra cualquiera que sea el memento mori global (e.g. pandemia, cambio climático) o individual (e.g. enfermedades del corazón, cáncer)? ¿Nunca venceremos ese límite que la Naturaleza parece haber dictaminado desde hace eones? ¿O encontraremos una manera para sacarle la vuelta a ese dictado con el uso de la ciencia y la tecnología?

Hace algunos días Mark Zuckerberg anunció el cambio de nombre corporativo de Facebook a Meta. Más allá de un mero cambio de nombre, Zuckerberg está pavimentando el camino que lleva a una realidad alterna: el metaverso. Según se lee en su páginaLos espacios en 3D del metaverso te permitirán socializar, aprender, colaborar y jugar de maneras inimaginables en la actualidad”. Así, para algunas personas lo que ofrece Meta es una extensión a la vida real que vivimos mientras que para otros se trata de la posibilidad de migrar completamente a un universo alterno. Su “yo” en ese universo será una especie de holograma cuya proyección estará soportada por otros dispositivos para que pueda interactuar en el metaverso.

Me llama la atención que la “M” estilizada en Meta sea casi idéntica al símbolo para denotar infinito en matemáticas. ¿Será la vida en esta nueva plataforma algo que no tendrá fin? ¿Es Meta una píldora tecnológica que invita a saborear los primeros pasos hacia una forma de inmortalidad ajena al sustrato biológico, esa especie de “maquinaria” destinada a fallar irremediablemente? Los retos tecnológicos lucen enormes, pero recordemos que hace poco más de un siglo se creía imposible que la humanidad llegara a volar, que la Naturaleza, en su sabiduría, sólo había reservado a las aves esa distinción. Hoy, orbitamos el planeta por turismo.

Ahora bien, ¿y si miramos al sustrato biológico no como un lastre sino como la fuente de la eterna juventud? Si hay una especie de reloj que les dice a las células cuándo deben dejar de funcionar, entonces pareciera que es sólo cuestión de hallar y modificar esos engranes a nuestro favor. Hará unos veinte años, el periodista norteamericano John Darnton publicó una novela titulada “Experimento”. La premisa científica en la que descansa la trama para mostrar que es posible extender la vida de las células es el descubrimiento de la telomerasa, enzima capaz de anular el proceso de envejecimiento y posterior muerte celular.

Jugando con la idea de una forma de inmortalidad biológica, el autor va más allá al considerar la posibilidad de clonarse uno mismo. Olvidémonos de crear la tecnología necesaria para transferir a una memoria virtual todo lo que define a una persona. En la novela se explotaba la genética de un animal muy particular: la lagartija cola de látigo. Algunas de ellas se reproducen por clonación (las crías son idénticas a la madre), por lo que estas poblaciones están formadas por hembras exclusivamente. Por muy descabellada que parezca esta solución biotecnológica para burlar a la muerte, recordemos que apenas en 2018 el científico chino He Jianku modificó genéticamente embriones humanos utilizando la técnica de edición genética CRISPR.

Por supuesto, la modificación genética tiene sus riegos (como cualquier tecnología novedosa, así como el Titanic en la postal de Carl Sagan), pero una de sus ventajas es que dichas mejoras serían heredables. Pareciera ser cuestión de hallar las secciones de código genético claves en los procesos de envejecimiento en el ser humano. Por ejemplo, en mayo de este año se dio a conocer un estudio científico que analizó a una población de 81 personas cuya edad media era de 106 años. Lo que se encontró es que este grupo de personas poseen una característica genética que les permite reparar su código genético de manera más eficiente que el resto. Localizar a estos super-centenarios en el nuevo “petróleo” del que nadie parece estar hablando. O sólo unos cuantos.

Cuando se habla de este tipo de tecnologías orientadas a “mejorar la salud” e incrementar la longevidad, es fácil caer en la falacia de pensar que traerán un beneficio a la humanidad. Lo cierto es que, como en muchos otros casos, se aplican las palabras de William Gibson: “El futuro ya está aquí; sólo que no está repartido homogéneamente”. Incrementar la longevidad humana en un puñado de personas (léase multimillonarios) no hará más que incrementar la desigualdad social, lo cual nos lleva a adentrarnos a terrenos menos precisos técnicamente, pero llenos de matices morales.

Todos los avances tecnológicos anteriores parecen enfocarse en el cómo sin haber contestado antes el por qué. ¿Por qué deseamos vivir más? ¿Realmente deseamos vivir eternamente? ¿Es ese el fin último de nuestra evolución como seres inteligentes en este planeta? Para responder este tipo de preguntas muy probablemente debamos echar mano de la filosofía porque, si bien la ciencia y la tecnología pueden llegar a ofrecer certezas verificables, a veces fallan, y su confianza en ellas se hunde como el Titanic.

O bien, quizá requiramos un punto medio. El mejor ejemplo que he encontrado de ello es la perspectiva que ofrece Catherine Mohr en una de sus charlas donde muestra las posibilidades para la salud y el bienestar que ofrecen los robots quirúrgicos: “Y el prospecto que les ofrezco, de una cirugía más fácil… ¿hará ese diagnóstico menos atemorizante? No estoy segura de querer realmente que así sea. Porque enfrentarte a tu propia mortalidad provoca una re-evaluación de tus prioridades, y una re-asignación de tus metas en la vida, a diferencia de cualquier otra cosa. Y no querría nunca privarlos de esa epifanía. En vez de eso, lo que quiero es que queden completos, intactos, y suficientemente funcionales para ir y salvar al mundo, después de que decidan que deben hacerlo. Y esa es mi visión de su futuro.

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