La pandemia de la covid-19 ha profundizado las desigualdades socioespaciales y las dinámicas de reapropiación capitalista de la ciudad, que se desarrollan desde hace décadas. A las tendencias de despoblamiento, terciarización, turistisficación y desplazamientos sociales en el centro histórico de la Ciudad de México, se han sumado los desalojos inquilinarios: hogares que al perder su empleo o disminuir sus ingresos no pueden continuar pagando el alquiler de la vivienda que ocupan y son desalojados por vía pacífica o violenta con o sin juicio de por medio.
En 1950, el centro histórico alojaba a 400.000 habitantes, pero en 2020 ya solo eran 155.000. Este despoblamiento es parte de un fenómeno mucho más amplio. Entre 1990 y 2020, la Ciudad de México (hasta 2018 Distrito Federal) creció en 956.447 habitantes, pero 10 alcaldías incrementaron su población en 1.306.646, mientras seis alcaldías centrales disminuyeron en 350.199 vecinos.
Las causas son múltiples: cambios de usos del suelo, deterioro físico, ausencia de política de vivienda en áreas centrales, “rescate” del patrimonio urbano, peatonalización de calles… En una economía de mercado con normas urbanas limitadas y cada vez más flexibles, las actividades más rentables desplazan la función habitacional. Al comparar los usos del suelo por predio del Catastro de 2001 con un relevamiento de usos del suelo de la Autoridad del Centro Histórico de 2017, identificamos que los usos habitacionales disminuyen (8% habitacional mixto y 4% habitacional exclusivo), mientras que se incrementaron los servicios en 13,8% y los comercios en 2,26%. Así, a pesar del incremento absoluto de 10.600 viviendas entre 1990 y 2020, el uso habitacional a nivel de predios continúa disminuyendo. Vale agregar que este territorio concentra el 10% de todas las unidades económicas registradas en la capital.
En esta ciudad, se han multiplicado los megaproyectos financiados por capitales trasnacionales, a través de instrumentos financieros creados ex profeso en 2011 por las autoridades federales — Fideicomisos de Inversión en Bienes Raíces (FIBRAS) y Certificados Bursátiles Fiduciarios Inmobiliarios—. Así, en la última década, se han autorizado 307 megaproyectos diversos: rascacielos de corporativos y viviendas de lujo, torres de departamentos y oficinas, y centros comerciales.
Recientemente la jefa de Gobierno autorizó la construcción de otros 17 megaproyectos, solo en Paseo de la Reforma, para “salir” de la crisis económica producida por la pandemia. Se trata de megaproyectos que no responden a necesidades locales. Se construyen más como activos que respaldan inversiones financieras, que para ser alquilados o vendidos.
Varios de estos edificios se construyen en la periferia del centro histórico, por lo que hablamos de un asedio inmobiliario (con actualmente 15 megaproyectos) que lucra con territorios accesibles, bien ubicados, poco densos y con una normatividad urbana flexible. Más allá de los empleos que generan y de las actividades económicas que desencadena la construcción, tienen efectos negativos en la ciudad y su gente, porque encarecen el barrio y desplazan a la población de manera indirecta.
La política habitacional en el centro histórico, por parte de los últimos gobiernos, ha consistido en la regularización de la tenencia para insertar la vivienda en el “tráfico inmobiliario”, la atracción de clases medias y los desalojos, que han sido legitimados (y hasta publicados en un Plan de Manejo y Gestión avalado por la UNESCO) como parte de la política de seguridad pública. La actual jefa de Gobierno ha realizado cuatro proyectos de vivienda social y ha anunciado la rehabilitación de nueve vecindades (corralas en España) ocupadas por indígenas y la realización de 10 programas con 907 viviendas de inversión privada, de las que 300 serían “viviendas inclusivas”.
No se explica si esas viviendas serán asignadas por las autoridades o serán vendidas en el libre mercado. Además, siempre dudamos de las buenas intenciones del Gobierno de “izquierda”, que ha diseñado instrumentos urbanísticos para construir vivienda social, pero terminaron siendo cooptados por empresas inmobiliarias que conseguían los incentivos fiscales, las facilidades administrativas y normativas que les permitían densificar más los predios, pero vendieron las viviendas a precio de mercado.