En tiempos del dominio priista, el discurso de la izquierda era la denuncia implacable contra todo ese autoritarismo.
Es un asunto de congruencia. Discutir la sobrerrepresentación de los partidos políticos en el Congreso fue, por décadas, parte de las luchas más aguerridas y democráticas de la izquierda. Durante el pináculo del priato, cuando un solo partido regía el Poder Ejecutivo, el Legislativo y mantenía dominado el Judicial, el discurso de la izquierda era la denuncia implacable contra todo ese autoritarismo.
El gran triunfo de la reforma política de 1977, cuando se abrió la puerta de la Cámara de Diputados a más partidos que los habituales, dio voz a la izquierda en esa tribuna aunque tuvieron que pasar 20 años más hasta que obtuvo el número suficiente de representantes para crear un Congreso equilibrado en 1997, cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría absoluta.
El camino fue muy sinuoso. Es recordado el discurso de Porfirio Muñoz Ledo en Nayarit, 1986, cuando desde dentro del PRI llamó al debate de “los procedimientos para alcanzar la máxima pureza de la representación, compatible con nuestra realidad y legítimas tradiciones”.
Pablo Gómez, desde el Partido Socialista Unificado de México (PSUM) empujaba fuerte una mayor apertura política. Esos esfuerzos lograron la reforma de 1986 que creó el primer Tribunal de lo Contencioso Electoral, permitió las coaliciones para dar más presencia a la oposición y aumentó el número de diputados plurinominales de 100 a 200, justo para garantizar que el partido mayoritario no estuviera sobrerrepresentado.
Toda esa odisea hace que el argumento del bloque izquierdista, que ahora es el dominante, decepcione a sus propios postulados históricos y el actual que subraya continuamente: “nosotros no somos iguales”.
En el comunicado en que anuncia la impugnación ante el Tribunal Electoral en contra de la resolución del INE que busca eliminar la sobrerrepresentación, señala: “Ni en el 2015 ni en el 2018 les interesó reglamentar respecto a la sobrerrepresentación, sino hasta que Morena ganó la mayoría en la Cámara de Diputados y el Senado de la República”.
Cabe decir que es cierto. Desde 1996, la Constitución prohíbe que el número de diputados de cada partido supere por más de 8 puntos el porcentaje de votación nacional que haya obtenido. En 2012 la sobrerrepresentación del PRI-PVEM fue de 8.2 por ciento, es decir, 0.2% por encima del tope legal. En 2015 esa misma coalición estuvo sobrerrepresentada en 9.7 por ciento, o sea 1.7 por ciento más de lo permitido. ¿Cómo es que el árbitro electoral no observó eso desde entonces?
Para 2018, de acuerdo con datos del consejero electoral Ciro Murayama, la coalición Juntos Haremos Historia (Morena.PT-PES) obtuvo el 44 por ciento de la votación popular a la Cámara de Diputados pero recibió 308 legisladores, el 61.6 por ciento, una muy excesiva sobrerrepresentación de 17.6 por ciento, que es más del doble de lo que marca la Constitución y le obsequia injustificadamente una mayoría simple para pasar leyes sin necesidad de negociar.
El defecto está, evidentemente, en la forma de las coaliciones y su uso político para evadir la ley, postulando candidatos por un partido e intercambiándolos o concentrándolos en otro después de la elección. Partidos que hacen alianzas únicamente para ganar posiciones, sin importar sus principios e ideologías, y después maniobran como sea necesario para mantener el registro y su cuota de poder, lo que puede ser legal pero no legítimo ni moral.
Cada fuerza política tendría que mostrar su propia fuerza real. Competir sin coaliciones perversas y confusas.
Esa es una de las muchas razones por las que hay que replantear todo nuestro sistema electoral. Un INE que nos cuesta miles de millones a los mexicanos pero está lleno de vicios e intereses partidarios ajenos a los electores, no es la solución para la democracia que necesitamos.
POR ADRIANA DELGADO RUIZ
@ADRIDELGADORUIZ