La construcción de instituciones en México ha sido un camino largo y poco menos que tortuoso. Han sido décadas de lucha desde la academia, la sociedad civil y en algunos casos, desde la estructura partidista, para dar al Estado mexicano un entramado institucional que funcione. Desde luego, este ha sido el ideal, puesto que en el camino ha habido muchos tropiezos.
Sin embargo, y pese a que hoy se mire con desdén al periodo de la transición, considero que las fallas y yerros de ese momento histórico deberían servir para mejorar lo que este nos heredó, desafortunadamente, la realidad actual va en otro sentido.
El debate público, el derecho a disentir y las controversias legales y constitucionales son parte del quehacer cotidiano de cualquier sistema democrático medianamente funcional. Lo que estamos viviendo hoy con respecto a la Reforma a la Ley de Industria Eléctrica es parte del vaivén de la democracia. Si era prudente o no entrar en ese batalla dadas las condiciones actuales de la economía global, ese es otro asunto.
Lo que a mí me preocupa, más allá de los litigios, amparos y de las respectivas revanchas de uno y otro bando, es el estado en el que quedarán las instituciones después de todo este lío. ¿Cómo quedará la imagen de la Suprema Corte de Justica una vez que dicte el fallo definitivo?, ¿cuál será el costo político para los jueces que dictan los amparos?, ¿cuál será la percepción pública de estos organismos y de quiénes los integran una vez que pase la tormenta?
Porque hay que decirlo, las instituciones de justica en México no gozan de muy buena reputación, y lamentablemente ese descredito se lo han ganado a pulso. Por otro lado, eso no justifica el desdén oficial y el juicio a modo que ejerce la actual administración, que teniendo o no razón de su desconfianza frente a estos organismos, su labor debería ser fortalecerlos con la mayor imparcialidad posible…
Claro, esto sigue en el terreno de lo ideal.
Desde luego este escenario ya lo veíamos venir. El desenlace de este penoso episodio aún está por verse y me parece ocioso especular al respecto, porque como ya he señalado, lo que más me preocupa es el día después para las instituciones de este país.
Hagamos un pequeño ejercicio de imaginación y visualicemos al país una vez que termine este sexenio, ¿qué proyecto de nación habrá quedado?, ¿qué instituciones seguirán en pie?, ¿qué estamos construyendo ahora que tenga la capacidad de sobrevivir a la presencia magnética de un presidente que se ve a sí mismo como la personificación del Estado?
Son todas estas preguntas legítimas ante las embates constantes que ha protagonizado esta administración, algunos justificados, otros no tanto. Comprendo la necesidad del presidente de llevar a buen puerto y lo más pronto posible sus deseos de transformar al país, sin embargo, permanecen mis dudas respecto a algunos de sus modos y maneras.
Ojalá que los desencuentros de este gobierno con algunas instituciones del Estado no tengan efectos colaterales severos. En 2024, López Obrador se irá, pero la huella que deje, sea negativa o positiva, se quedará y será el país el que tendrá que afrontarla.