Las desigualdad e inequidad de género es un hecho incuestionable en todo el mundo y, esto se ha acentuado y disparado con la pandemia por la Covid19.
De acuerdo con ONU-Mujeres la pandemia ha puesto en evidencia lo que ya venía sucediendo:
Al menos 243 millones de mujeres y niñas (de 15 a 49 años) han sufrido violencia física o sexual por parte de la pareja en el último año. Durante la pandemia esta violencia ha crecido a causa del confinamiento.
137 mujeres son asesinadas a diario en el mundo por un miembro de su familia
Menos del 40 % de las mujeres que sufren violencia buscan algún tipo de ayuda y menos del 10% de quienes lo hacen recurren a la policía.
Pero estas espeluznantes cifras son reflejo de una realidad que está presente en nuestros yoes más profundos: ¿Cómo construimos la realidad de que las mujeres son “inferiores” a los hombres? ¿Cómo hemos llegado al punto de reconocerles “menos” derechos a las mujeres que a los hombres?
Este tratamiento dispar entre mujeres y hombres no es más que un reflejo de la estructura social que construimos desde casa, en los colegios, en las universidades, en el ámbito privado y en el ámbito público.
A pesar de que hay esfuerzos desde la sociedad civil mundial, de algunos gobiernos y, de por supuesto de organismos internacionales como ONU-Mujeres, la desigualdad traspasa todos los ámbitos de la sociedad, esa es la estructura en la que hemos construido la realidad y también esta presente en empresas, servicio público y organizaciones e instituciones públicas.
Contario a este panorama descubrimos instrumentos internacionales que intentan paliar y equilibrar esta situación, ejemplo de ello son: la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer y su protocolo facultativo; la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer; o la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia Contra la Mujer.
Pero de nada sirven estos compromisos internacionales si los Estados y sus respectivos gobiernos no los hacen cumplir de manera cabal.
Traigo a colación la decisión del día 29 de julio 2020 de la Suprema Corte de Justicia de la Nación mexicana para NO despenalizar el aborto en Veracruz generando, al menos a priori, Violencia Institucional en contra de la mujer.
La Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, reflejo de los instrumentos internacionales que antes nombré, define como Violencia Institucional “los actos u omisiones de las y los servidores públicos de cualquier orden de gobierno que discriminen o tengan como fin dilatar, obstaculizar o impedir el goce y ejercicio de los derechos humanos de las mujeres así como su acceso al disfrute de políticas públicas destinadas a prevenir, atender, investigar, sancionar y erradicar los diferentes tipos de violencia”.
La pregunta sobre la decisión de la Corte es: ¿esta decisión obstaculiza el derecho humano de acceso a la justicia y a una tutela judicial efectiva al negarse a entrar en el fondo del asunto más allá de los formalismos tan venerados por algunos juristas cuadrados?
Aunque polémico, el aborto es un tema de mujeres y para mujeres, aunque la Corte mexicana se ha jactado de proteger los Derechos Humanos y hasta un reconocimiento de la ONU obtuvo, tal parece que la violencia institucional contra las mujeres sigue presente en el alto tribunal y, que la progresividad (eterna) de los Derechos humanos para las mujeres sigue siendo determinada por la misma estructura prehistórica de la que antes hablaba.
La estructura sigue siendo camisa de fuerza para algunos, pero hay muchas progresistas que están provocando que esa estructura termine por caer.
Carlos Gonzalo Blanco Rodríguez
Abogado internacionalista y catedrático universitario.
Correo: [email protected]
@cgonblanc
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