La falta de empatía de los actores políticos ante las tragedias sociales y las justas demandas de la población y ya no se diga de las aspiraciones comunitarias por elevar sus niveles de bienestar general, constituye una constante en la vida pública que ha venido lastimando la confianza en la democracia como forma de gobierno, al atribuirse a ésta la incapacidad para resolver las expectativas sociales. La forma de gobierno carga así con la falta de compromiso de los actores políticos ante la falta de institucionalidad en la gestión pública que se pretende reinventar conforme a los calendarios electorales para la renovación de los poderes públicos.
El caso mexicano es un ejemplo nítido de esta falta de desarrollo de las instituciones públicas y de las consecuencias perversas que en nombre de las insuficiencias del aparato gubernamental, se pueden dirigir para denostar los regímenes democráticos y sus instituciones en búsqueda de la construcción de Estados autoritarios que den cabida al poder unipersonal de un “salvador,” que prometiendo la solución mágica de los problemas y carencias de una sociedad, pretende ejercer el poder político como consustancial a su persona por mandato de una entelequia que él mismo denomina como “el pueblo”.
Este hecho político, se ve dinamizado por la confusión y temor que un cataclismo o una pandemia acarrea a una sociedad, ante las expectativas de destrucción o contagio y el consecuente aniquilamiento que la misma representa, una sociedad paralizada y sin orientación es campo propicio para el autoritarismo.
México hoy se debate entre el temor de una pandemia fuera de control y la búsqueda de construir un Estado autoritario encubierto en la narrativa de un Estado del bienestar para los mexicanos, en donde el slogan propagandístico “primero los pobres”, gana adeptos y creyentes y polariza a las fuerzas sociales en su resistencia ante el engaño y el adoctrinamiento.
El uso de la mentira como un recurso privilegiado de la retórica oficial, afectó la credibilidad de la versión difundida por el Estado respecto de los riesgos reales que enfrenta la población en la presente crisis epidemiológica y no dan confianza al ciudadano, ni mucho menos norman su conducta. La falta de credibilidad propiciada además por una conducta errática de la presente administración respecto de las políticas sanitarias adecuadas para el control de la pandemia amenaza con detonar un recrudecimiento del contagio con el consecuente costo de vidas humanas.
Ante esto, las llamadas de atención de los organismos internacionales respecto a los cambios requeridos en las acciones para enfrentar la pandemia, conforme a la experiencia internacional, no hacen mella en la autoridad sanitaria mexicana y las advertencias del riesgo que implican la falta de un programa nacional consensuado para la instauración de una nueva normalidad, que nos impone un virus que tardará en desaparecer de nuestra realidad cotidiana, tampoco obtienen respuesta.
¿Es realmente la falta de empatía de este gobierno y la mediocridad científica de sus integrantes la razón de este teatro de lo absurdo en la conducción sanitaria mexicana o será una acción política deliberada para construir condiciones de angustia y desesperanza social requeridas para el objetivo primario y personal de conformar un poder político centralizado? Llama la atención el grado de inconsistencia en el discurso gubernamental y el desorden prevaleciente en la aplicación de las propias medidas sanitarias, pero el abandono del presidente de la república a la atención de la pandemia en el momento más álgido hasta ahora de contagios y defunciones, sí implica una intencionalidad política, separarse de un fracaso extraordinario de su gobierno y en su momento encontrar a responsables cuyo sacrificio público pueda aligerar el costo electoral que la pérdida de vidas humanas le significará a sus aliados. Por lo pronto, el quebranto social ante la pandemia también abona al objetivo primordial. La prioridad es una presidencia imperial transexenal.
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