Un proceso inquietante observado desde el inicio del actual gobierno es la concentración de todo el poder de decisión en una persona. Esta apropiación busca desarticular los pesos y contrapesos que necesita cualquier democracia. La estrategia es imponer incondicionales en los espacios de control constitucional, de evaluación y de reglamentación de la política pública como ocurrió en las Comisiones Reguladora de Energía y Nacional de Hidrocarburos o el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social. Están en la mira los organismos autónomos de carácter electoral y de acceso a la información; mientras tanto, ahora tocó el turno a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. El desaseado proceso legislativo para elegir a la titular de este organismo violentó los principios que dan sustento legal y la necesaria legitimidad para que desempeñe su mandato con la autoridad moral y el prestigio social que resulta indispensable para hacer valer sus recomendaciones al Estado mexicano.
Imponer a una militante del partido del Presidente, que además fue candidata a diputada federal, es un adelanto de la parcialidad con que se conducirá ese organismo que nuestra Constitución obliga a ser autónomo pero que ha sido entregado al gobierno. Esto acontece en medio de la grave crisis de derechos humanos que experimenta nuestro país y justamente cuando el Comité de Derechos Humanos de la ONU emitió sus observaciones al Sexto Informe Periódico de México, destacando relevantes motivos de preocupación y formulando urgentes recomendaciones para atender a víctimas de la violencia, principalmente mujeres, niñas y migrantes, limitar el uso excesivo de la fuerza, la prisión preventiva oficiosa, combatir la impunidad, las desapariciones forzadas, fortalecer la libertad de expresión y la independencia del Poder Judicial.
El politólogo alemán Carl Schmitt sostiene que en la política existe la contraposición amigo-enemigo presentándose como la incapacidad para justificar la positividad de los fines gubernamentales y desarrollando la idea de que la política es sinónimo de poder. Supone una relación subordinada entre mando y obediencia, donde dicho poder es soberano y absoluto. Para el Estado no todos los ciudadanos son personas, sino que también existen los enemigos. Convencido de que el proyecto de la 4T es radicalmente controvertido por sus adversarios, López Obrador convoca a sus seguidores para frenar a sus opositores quienes, sostiene, buscan dañarlo. Por ello su estrategia ha sido inventar rivales para cada caso. No debemos olvidar que el proceso político sirve para construir imágenes de enemigos, orientando la disputa en una dirección o en otra. Con ello elimina lo abstracto del conflicto y ofrece rostros concretos de enemigos. Cuando las instituciones pierden su neutralidad aparece un uso del Estado con fines facciosos.
Pretextando proteger a la sociedad en su conjunto, el Presidente no atiende todos los casos de la misma forma: para los enemigos existe la censura y la estigmatización, para sus cercanos la impunidad. Actuar así, pone en tela de juicio la institucionalidad y la credibilidad del Estado, estableciendo una relación bipolar entre el yo y el otro, entre adentro y afuera, entre amigo y enemigo, sustentada en una política de intimidación dirigida contra la sociedad pero focalizada en la tarea de expulsar a quienes son percibidos como cuerpos extraños y nocivos para el proyecto dada su pertenencia a grupos políticamente no asimilables y contrarios al sistema que paulatinamente se instaura en México de un monopolio político autoritario.