Se cumplen cinco años desde aquella fatídica noche del 26 de septiembre de 2014, cuando sicarios de la delincuencia organizada en coordinación con la policía municipal de Iguala secuestraron a 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa para asesinarlos y probablemente incinerarlos. Apenas asumió el nuevo gobierno, anunció fastuosamente, la instalación de una Comisión de la Verdad cuyo punto de partida serían los informes presentados por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y del equipo forense argentino quienes apoyaron a los padres de las víctimas. El gobierno celebró inicialmente la resolución del Primer Tribunal Colegiado del Decimonoveno Circuito, con sede en Tamaulipas, porque también brindaba el marco jurídico para la creación de la mencionada Comisión de la Verdad. Las cosas cambiaron para el gobierno cuando ese Tribunal dio la razón a tres inculpados en el sentido de que habían sido torturados para autoincriminarse.
A partir del reconocimiento de la tortura durante los interrogatorios, práctica violatoria del debido proceso que imponen nuestras leyes, han sido liberados 77 de los 142 detenidos por los hechos de Ayotzinapa, incluidos altos jerarcas del crimen organizado cuya participación en la desaparición de los estudiantes estaba debidamente acreditada, incluso con el apoyo de la Drug Enforcement Administration de los Estados Unidos. Lo anterior reavivó el malestar social por lo que reiniciaron las ocurrencias del gobierno. El Subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación para calmar el enfado de su jefe y la crispación de los familiares de las víctimas ofreció pan y circo a la audiencia, quejándose del Poder Judicial y anunciando denuncias contra el exprocurador Murillo Karam, y el ex itular de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón como presuntos responsables de obstrucción a la justicia. Observamos el mundo al revés: salen de la cárcel los criminales y entran quienes los persiguieron. Además, con las declaraciones del Subsecretario se fortalece la tesis del crimen de Estado en que participaron soldados y policías federales.
Presenciamos dos distintas realidades ante la criminalidad: la de los gobernantes y la de los ciudadanos ordinarios. Las autoridades demuestran incapacidad y negligencia para enfrentar y castigar a la delincuencia. La disminuida capacidad de respuesta institucional ilustra la ineptitud de las autoridades ante la magnitud del reto que deben atender sin que disminuyan los índices delictivos. Muchos de los crímenes que ocurren no se investigan, además no se procesa ni se castiga a nadie por ellos. El panorama delincuencial se ha transformado y actualmente es posible referirse a nuevos paradigmas. El crimen organizado desborda su ámbito tradicional expandiéndose a otras áreas más complejas y que requieren de nuevos saberes y especializaciones como el tráfico de personas, los delitos informáticos y financieros, e incluso el comercio de órganos.
La impunidad es un fenómeno en expansión. La inseguridad ocupa el primer lugar en las preocupaciones de la sociedad. En pocos años México se ubicó entre las naciones más violentas del mundo. La inseguridad pública afecta lo más íntimo de la persona representado por su integridad física y patrimonial. El problema se agrava por la “cifra negra” de la delincuencia con un alto porcentaje de fechorías no denunciadas, demostrando la profunda desconfianza hacia las autoridades quienes frecuentemente delegan a las victimas la responsabilidad de buscar información y pruebas del delito.