Recibí la llamada de Javier Núñez Santos una tarde. Su entusiasmada voz me ofreció la oportunidad de enterarme del trabajo que la directora de teatro Betania Paniagua está haciendo al montar una temporada de Pedro y el capitán (1979), del escritor uruguayo Mario Benedetti, en el nuevo Teatro Landó en la ciudad de Toluca, Estado de México.
Me interesó de inmediato: ese título es paradigmático del teatro social y me causó una gran curiosidad saber cómo podía leerse en el México de hoy por una directora joven cuya trayectoria se ha distinguido por elegir cuidadosamente sus montajes. Javier me habló en principio de la actualización que hizo Betania de la dramaturgia original: eliminación del voseo, sustitución de referencias específicas a los campos de entrenamiento militar y ciertas repeticiones de vocablos que podían omitirse para concentrar el esfuerzo de los actores en la esencia del texto; me advirtió sobre la inclusión del narraturgo, figura que lee en escena las acotaciones del autor, y la intención de comenzar la vividez de la obra desde el acceso mismo al foro: en la fachada del teatro cuelga la bandera nacional de México cosida con prendas de víctimas de desapariciones forzadas, y en el vestíbulo, el testimonio del secuestro virtual sufrido en fecha reciente por Gabriel Soriano Soto, uno de los actores, en la ciudad de Chilpancingo, capital del estado mexicano de Guerrero. Ese testimonio le da, sin duda, un referente real al escenario y una dimensión inusitada para nuestro medio teatral, alimentado fundamentalmente por propuestas escénicas universitarias.
Una vez dentro de la habitación donde se desarrolla la obra, el público va afianzándose en la tensión: amablemente se nos invita a quitarnos los zapatos para sentir la humedad, los restos de aserrín regados por el piso y, quizá, la vulnerabilidad del ominoso entorno. La simplicidad de esa invitación eriza los nervios, pues estamos a punto de entrar en un conflicto ajeno, sin zapatos, en la oscuridad de un cuarto cerrado, muy cerca de donde ya están, inmóviles, los personajes de la trama. El silencio se impone, ese silencio que resignificará el espacio en distintos momentos.
El magnífico montaje de Pedro y el capitán, que protagonizan Rolando López y Gabriel Soriano, dirigidos por Betania Paniagua, tiene gran importancia artística. Es un texto cuya fuerza dramática no está en duda: relata el intenso diálogo del torturador y su víctima dentro de una mazmorra, con todas las ventajas para el primero, quien insiste en que Pedro delate a sus compañeros de guerrilla, originalmente referida al lejano Uruguay de la dictadura militar; aquí, Betania decidió omitir golpes y maltrato físico, para dar lugar a la imaginación de los espectadores en los lapsos en negro con los cuales pasamos de una escena a otra. Se lo agradecemos, como lo es que no maquille a sus personajes con moretones ni falsas manchas de sangre, pues es comprensible que cada quien trae imágenes en la mente de hasta dónde puede llegar la crueldad humana…
La escenificación se desarrolla en un crescendo de diálogo y pausas, las más indicadas por el autor: distribuyen la tensión en una conversación que va subiendo de tono hasta culminar en una anagnórisis desoladora pero vivificante. La actuación de los protagonistas asombra; ritmo, dicción y movimientos corporales se conjugan en un espacio para 16 personas dispuestas alrededor, quienes se ven enfrentadas al drama del encierro forzado y la tortura, dada la proximidad de las acciones. Esa cercanía surte un efecto: nos inundan las emociones y la impotencia para interactuar.
El público adquiere el papel de testigo ante un asesinato lento que se perpetra a lo largo de los minutos cansinos de la tortura, artífices del deterioro social que se vive en el exterior; recuérdese que la guerra contra el narcotráfico, desde su inicio a la fecha, arroja al menos 250 mil víctimas, muchas de ellas con huellas de tortura. ¿Qué mejor contexto de violencia podemos tener que nos impida identificarnos con esa tensa conversación desigual en el oscuro rincón de la indignidad?
He ahí otra virtud de esta representación: con el mínimo de recursos –la musicalización de Javier Núñez y la iluminación de Édgar Mora son elogiables– la directora logra la sincronía de elementos externos (el contexto violento actual de México) con la trama escrita por Mario Benedetti, todo en un pequeño espacio donde sucede el teatro, a la manera en que lo pensaba Alfonso Sastre: “Hacer teatro es implicarse en la vida social, comprometerse en las luchas de esa sociedad”. Betania Paniagua y el pequeño grupo de producción de Teatro Landó, una iniciativa independiente que cada día se consolida con temporadas como ésta, apuestan a que el teatro tenga la calidad para que su compromiso sea patente, no sólo con las causas sociales, sino con el teatro mismo, su tradición, su historia, su futuro en el Estado de México. Hay que agradecérselo a ese grupo de arte escénica, que conjuga talento e imaginación para darnos un producto acabado y sin concesiones, como es el teatro verdadero.
Foto de Mario Benedetti: Zenda
@porfirioh