Hace unos días, un amigo me sorprendió con una diatriba en contra del mal uso de los signos de puntuación de algunos escritores; es una falta de respeto para el lector, amén de una clara falta de profesionalismo, concluía: “si viven de eso, ¿por qué se empeñan en hacerlo mal?”, remató; él había comenzado a leer un cuento de Gabriel García Márquez (“El último viaje del buque fantasma”) que sólo consta de comas, lo cual a mi amigo le incomodaba porque le era imposible comprender a cabalidad el texto… y eso que no conoce El otoño del patriarca, que también usa sólo desesperantes comas.
Los signos de puntuación son convenciones de la lengua que algunos escritores no siguen por experimentación, conveniencia artística o, simple y llanamente, porque no quieren. En la poesía la licencia literaria es muy común, pero en la prosa el fenómeno genera lectores inconformes, que si bien están dispuestos a lidiar con frases largas, monólogos interiores, largas descripciones, narradores que olvidan avisar si son omniscientes o testigos, y aun palabras inventadas, se resisten a enfrentarse a frases hiladas sin más distingo que el sentido común.
Hay páginas memorables de este tipo: la novela de Samuel Beckett Cómo es no usa signos de puntuación, como tampoco Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski, aunque el pionero en la materia es, a no dudarlo, James Joyce, cuyo Ulises es un ejemplar compendio de rarezas lingüístico-literarias que no sólo dificultan la lectura, sino que busca patentar su franco alejamiento del modelo narrativo hacia sus límites formales, y poner en crisis cualquier concepto que se tenga de literatura… Y qué decir del casi intraducible Finnegans Wake.
Es obvio que la discusión no puede ser sólo del uso o no de los signos de puntuación, mucho menos de si ese uso es “correcto” o no; el arte es, por definición, alterador de cualquier código social, y si proviene de una concepción literaria innovadora expondrá un modelo narrativo distinto al común, con reglas internas exigentes, lo que nos obliga como lectores a cuestionar los estándares del género y del propio acto de leer, pasando por nuestras ideas de lo que “debe ser” una obra literaria. El novelista cubano nacido en Suiza Alejo Carpentier tradujo esos rasgos innovadores en la expresión del lector que, asombrado, termina de leer una novela y exclama: “¡esto no es una novela!”
Hay lectores para todo; sin embargo, es claro que no se puede participar en una competencia de alto rendimiento sin estar preparados. Luego de mi asombro por aquel incomprensible reclamo inicial, recomendé a mi amigo que diera otra oportunidad al cuento de García Márquez; le recordé aquella máxima del emperador romano Marco Aurelio: “examina no la palabra dicha, sino la cosa dicha”, que para mí significa observar las leyes internas que definen la naturaleza de un texto en particular, las razones de una palabra después de la otra, su ritmo, sus remates, esa respiración latente en todo texto literario, más allá de sus rasgos más evidentes, porque de esa manera puede comprenderse mejor el aporte renovador del texto literario. Por eso, en este sentido, ¡que viva la literatura difícil!
@porfirioh
James Joyce. Foto tomada de https://personajeshistoricos.com/c-escritores/james-joyce/