Por: Emilio Ulloa
Hay palabras que alguna vez significaron alivio, ciencia, progreso: “Fentanilo” fue una de ellas. Creado en 1960 por el químico belga Paul Janssen, este opioide sintético prometía revolucionar el manejo del dolor en cirugías complejas y tratamientos paliativos. Se trata de un fármaco 50 veces más potente que la morfina y sólo debe ser administrado bajo estrictos protocolos médicos. Pero como muchas promesas de la modernidad, su historia degeneró en tragedia. Hoy, el fentanilo es sinónimo de muerte, crisis de salud pública y una nueva forma de guerra geopolítica.
Durante décadas, el fentanilo fue un instrumento quirúrgico legítimo. Sin embargo, su altísima potencia lo convirtió en un blanco ideal para la manipulación ilícita. Bastan dos miligramos —una cantidad invisible al ojo humano— para matar a un adulto. Esta eficiencia mortal, combinada con la facilidad para producirlo en laboratorios clandestinos, lo convirtió en el nuevo oro blanco del narcotráfico.
En la década del 2010, cuando la crisis de los opioides en Estados Unidos alcanzaba su clímax, los cárteles del narcotráfico, con insumos químicos provenientes de China y la India, comenzaron a manufacturar versiones sintéticas del fentanilo. Ya no necesitaban sembrar amapola ni depender del clima. Bastaba un laboratorio portátil, un químico amateur y una red de distribución. El resultado: más de 100 mil muertes anuales por sobredosis en Estados Unidos, la mayoría asociadas al fentanilo.
La adicción al fentanilo no distingue clases sociales ni ideologías. Pero sus víctimas tienen algo en común: nunca vieron venir su dependencia, porque el fentanilo no se vende siempre como “fentanilo”; se disfraza en pastillas falsificadas que simulan ser medicamentos comunes como el Xanax, el OxyContin o incluso analgésicos de venta libre. También se mezcla con cocaína, metanfetamina y heroína, potenciando el efecto y asegurando la fidelización del consumidor, aunque sea a costa de su vida.
Los sistemas de salud pública, particularmente de Estados Unidos y Europa, ya de por sí erosionados por pandemias, negligencia política y los recortes presupuestales consecuencia del desmantelamiento del Estado de Bienestar no están preparados para enfrentar una droga tan letal y ubicua. Las campañas de prevención llegan tarde, los centros de rehabilitación son insuficientes y las estrategias punitivas —ese reflejo obsoleto del Estado que cree que encarcelar resuelve adicciones— solo agravan la situación.
El fentanilo no es solo una crisis de salud pública, hoy se ha constituido en una herramienta de poder político y de presión en el comercio internacional. China ha sido señalada por Estados Unidos como la principal fuente de precursores químicos que terminan en manos del crimen organizado. En respuesta, el gobierno chino acusa a Washington de usar el tema para desviar la atención de sus propias políticas fallidas contra las drogas.
El fentanilo representa el fracaso colectivo de la modernidad. Fallaron los gobiernos que permitieron la medicalización del dolor sin control; fallaron las farmacéuticas que lucraron con la adicción; fallaron los sistemas judiciales que combatieron al consumidor en lugar de al productor; y sigue fallando la comunidad internacional al no asumir que esto ya no es un problema de salud o de seguridad, sino una guerra silenciosa que redefine fronteras, lealtades y soberanías.
Mientras tanto, en México, el gobierno de Claudia Sheinbaum ha implementado una serie de políticas para combatir el tráfico de precursores químicos, la producción de fentanilo y su tráfico hacia Estados Unidos. Estas medidas incluyen la cooperación con agencias internacionales, la regulación estricta de las sustancias químicas utilizadas para fabricar fentanilo, y la intervención directa en los laboratorios clandestinos. Además, se ha fortalecido la vigilancia en las fronteras y se han desarrollado campañas educativas para concienciar a la población sobre los peligros del fentanilo y su impacto devastador en la salud pública. La presidenta Sheinbaum ha enfatizado que esta lucha requiere un esfuerzo conjunto y coordinado entre los gobiernos locales y extranjeros para erradicar la amenaza del fentanilo y proteger a las comunidades de sus efectos mortales.
La visión de la presidenta de la República subraya la importancia de un enfoque internacional colaborativo, que reconozca que el fentanilo no es solo un problema nacional, sino una amenaza global que demanda soluciones compartidas. Solo a través de una estrategia combinada de regulación sanitaria, cooperación judicial, inteligencia financiera y educación social, podremos comenzar a revertir el impacto devastador del fentanilo y proteger a nuestras comunidades de sus efectos mortales.
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