El narcotráfico y el crimen organizado no son fenómenos aislados ni espontáneos. Son, en buena medida, el resultado de redes de complicidad y contubernio que cruzan fronteras y operan en las sombras. En el caso de México y Estados Unidos, esta relación es tan evidente como incómoda. Por un lado, ambos países se enfrentan a una violencia sin tregua que tiene como raíz común al narcotráfico; por el otro, sus instituciones han permitido, cuando no fomentado, que esta realidad persista. ¿Cómo entender esta dinámica de aparente colaboración oficial y complicidad extraoficial?
La frontera: más que una línea, un mercado compartido
La narrativa oficial habla de cooperación en seguridad, estrategias conjuntas y un interés compartido por combatir el narcotráfico. Sin embargo, los hechos muestran otra realidad. La frontera entre México y Estados Unidos no solo es un punto de tránsito para drogas y armas, sino también un símbolo de la inacción cómplice. Mientras toneladas de drogas cruzan hacia el norte y armas de alto poder fluyen hacia el sur, las autoridades de ambos lados parecen más interesadas en el intercambio de culpas que en resolver el problema.
En México, es imposible ignorar cómo el crimen organizado se ha infiltrado en las estructuras de poder. Desde policías municipales hasta funcionarios de alto nivel, la corrupción permite que los cárteles operen con impunidad. Pero sería ingenuo pensar que este fenómeno se limita a México. En Estados Unidos, instituciones encargadas de combatir el tráfico de drogas han sido señaladas por permitir, e incluso facilitar, operaciones ilegales bajo el argumento de obtener “información estratégica”. Casos como el de “Rápido y Furioso” –el programa que permitió la entrada de miles de armas a México con el supuesto objetivo de rastrearlas– son ejemplos claros de cómo el contubernio no tiene nacionalidad.
El doble discurso estadounidense
Estados Unidos ocupa una posición paradójica en esta historia. Por un lado, es el mayor consumidor de drogas ilegales del mundo; por el otro, impulsa políticas agresivas para frenar el flujo de narcóticos desde México. Sin embargo, rara vez se aborda el papel de su propia sociedad en esta ecuación. Mientras haya demanda, habrá oferta, y mientras las instituciones estadounidenses ignoren esto, cualquier estrategia bilateral será insuficiente.
Además, el tráfico de armas desde Estados Unidos hacia México es otro tema silenciado. Estas armas no solo fortalecen a los cárteles, sino que también agravan la violencia interna. Sin embargo, los intereses políticos y económicos detrás de la industria armamentista estadounidense parecen tener más peso que las vidas perdidas al sur de la frontera.
México: ¿víctima o actor pasivo?
En México, el problema del narcotráfico está profundamente ligado a la debilidad institucional. Cuando las autoridades locales dependen económicamente de los cárteles, y cuando funcionarios de alto rango negocian con estos grupos, es difícil hablar de una estrategia real contra el crimen. Pero México no es solo una víctima de esta dinámica. La falta de voluntad política para combatir la corrupción dentro de sus propias estructuras convierte al país en un actor pasivo, cuando no cómplice, del problema.
El caso del general Salvador Cienfuegos, detenido en Estados Unidos bajo acusaciones de colaborar con el narcotráfico y posteriormente liberado tras una gestión diplomática cuestionable, es un ejemplo claro de cómo la complicidad puede operar incluso en los niveles más altos.
La hipocresía de la cooperación bilateral
La cooperación en seguridad entre México y Estados Unidos está llena de contradicciones. Ambos países hablan de estrategias conjuntas, pero sus acciones muestran que las prioridades no siempre coinciden. Mientras México busca reducir la violencia, Estados Unidos parece más enfocado en proteger su frontera. Esta falta de alineación crea un espacio perfecto para que el crimen organizado siga operando sin mayores obstáculos.
¿Qué hacer frente a este contubernio?
El primer paso para romper este ciclo es aceptar la realidad: el narcotráfico no podría operar a la escala que lo hace sin la complicidad de autoridades en ambos lados de la frontera. Reconocer este hecho no es suficiente, pero es un comienzo.
México debe fortalecer sus instituciones y garantizar que la lucha contra el narcotráfico no sea solo un discurso, sino una prioridad. Esto incluye combatir la corrupción de manera frontal y proteger a quienes enfrentan al crimen organizado desde el gobierno, los medios y la sociedad civil. Por su parte, Estados Unidos debe asumir su responsabilidad como principal consumidor de drogas y proveedor de armas. Sin medidas concretas en estos dos frentes, cualquier estrategia conjunta será solo un parche.
Conclusión: De aliados a responsables
México y Estados Unidos no solo comparten una frontera; comparten un problema que ellos mismos han alimentado. Hablar de cooperación mientras se tolera la complicidad es no solo hipócrita, sino peligroso. Ambos países tienen la oportunidad de cambiar esta narrativa, pero hacerlo requiere algo más que buenas intenciones. Requiere voluntad política, transparencia y, sobre todo, la disposición de romper con las redes de poder que han permitido que el narcotráfico florezca a ambos lados de la frontera.
El tiempo de culpas mutuas ha terminado. Ahora, más que nunca, es momento de asumir responsabilidades compartidas.