Por: Raúl Contreras Bustamante
En el mes de septiembre se conmemora cada año el inicio de nuestra Independencia y ahora también se habrá de instalar la LXVI Legislatura del Congreso de la Unión. Se prevén una serie de reformas constitucionales trascendentes para la instauración del nuevo régimen político derivado del resultado de las últimas elecciones.
Los legisladores de Morena y sus aliados gozarán de una hegemonía en el Congreso y darán inicio a lo que Claudia Sheinbaum denominó durante su campaña: “El segundo piso de la Cuarta Transformación”.
Entre las iniciativas que se han anunciado, la que más ha llamado la atención es la relativa a la reforma del Poder Judicial. Primero se anunció que habría una consulta previa y luego con posterioridad se dijo que —sin importar las opiniones que pudieran verterse— el texto de la iniciativa que presentó el presidente López Obrador ante el Congreso el 5 de febrero pasado, habrá de ser procesada en sus mismos términos.
Hamilton, Montesquieu y Carl Schmitt, entre otros ilustres filósofos y políticos, consideraron al Poder Judicial como el más débil de los tres Poderes, argumentando que su influencia política era “nula e invisible”. Sin embargo, su restructuración se ha considerado indispensable para realizar los cambios jurídicos y sociales, sin tener freno alguno.
Conviene recordar que la esencia de la existencia del Poder Judicial, es precisamente esa: ser un contrapeso a los posibles excesos cometidos por los otros dos Poderes, el Ejecutivo y el Legislativo.
La iniciativa sostiene que el actual Poder Judicial carece de legitimidad democrática y se pretende que los ahora nueve ministros, 885 magistrados, 798 jueces de Distrito, integrantes del Tribunal Electoral y otros funcionarios de nueva creación, se elijan mediante el voto directo y secreto de la ciudadanía.
En la Teoría de la Constitución existe una opinión mayoritaria que sostiene que la legitimidad del Poder Judicial nace de la propia Constitución, que es quien lo crea; que atentar en contra la inamovilidad de sus miembros representa violentar la salvaguarda del principio fundamental: su independencia, y que el mejor método para su elección y acceso son los concursos de oposición.
Dentro de la academia se ha advertido que el Poder Judicial debe estar alejado de la política. Que las campañas y las elecciones contaminarán a quienes participen en ellas, y que por ende, la política capturará a quienes resulten electos, pues deberán a muchos intereses políticos y económicos su apoyo.
Conviene recordar después de las debatidas elecciones presidenciales de 1988, se decidió crear varias instituciones electorales para quitarle al Poder Ejecutivo el derecho de organizar los comicios. Entre ellas, el hoy Tribunal Electoral, que se incorporó al Poder Judicial de manera aislada para que la política electoral no contaminara a la Suprema Corte de Justicia, tribunales ni demás órganos jurisdiccionales.
Por lo anterior, el artículo 99 constitucional dispone que el Tribunal Electoral es la máxima autoridad jurisdiccional en la materia y un órgano especializado del Poder Judicial de la Federación, cuyas resoluciones son definitivas e inatacables.
No debemos desconocer que el Poder Judicial se percibe alejado de la ciudadanía y sus resoluciones no se han sabido dar a conocer ni hacerse valorar por la misma. Pero aceptar que la elección popular —por sí sola— garantizará una justicia pronta, expedita e imparcial, es una quimera.
La iniciativa tiene cosas muy positivas. Ojalá y de verdad se busquen consensos y se medite muy bien sus posibles implicaciones.
Como Corolario, la teoría de David Van Reybrouck: “Quien en el siglo XXI limita todavía la democracia a unas elecciones, no hace más que socavarla de manera premeditada”.