El Papa Francisco recibió en una audiencia especial a los miembros del Instituto Pablo VI de Brescia en la mañana del lunes 29 de mayo. Durante este encuentro, se llevó a cabo la entrega del prestigioso Premio Pablo VI al presidente de la República Italiana, el señor Sergio Matarella. El evento tuvo lugar como un tributo a la memoria del Papa Pablo VI, quien tuvo una profunda comprensión de las angustias y esperanzas de la humanidad, y se esforzó por integrar estas experiencias en un diálogo iluminador y decisivo con el mensaje cristiano.
El Premio Pablo VI tiene como objetivo fusionar las dimensiones religiosa y cultural, en consonancia con la visión del Papa Pablo VI. A lo largo de los años, el Comité Científico y el Comité Ejecutivo del Instituto Pablo VI han otorgado este premio en seis ocasiones a destacadas personalidades y organizaciones en diferentes disciplinas. Cada premio reconoce la contribución de excelencia absoluta realizada por estos individuos e instituciones en sus respectivos campos.
Este fue el discurso del Papa:
Señor presidente de la República, distinguidas autoridades civiles y religiosas, amables señoras y señores, queridos hermanos y hermanas.
Os doy la bienvenida y os saludo cordialmente, feliz por vuestra presencia. Me complace entregar al presidente Sergio Mattarella el Premio internacional Pablo VI, que le ha sido conferido por el Instituto del mismo nombre, al que deseo expresar mi gratitud por la valiosa labor que realiza en el cuidado de la memoria del Papa Montini: sus escritos y sus discursos son una mina inagotable de pensamiento y dan testimonio de la intensa vida espiritual de la que brotó su acción de gran pastor de la Iglesia. Gracias, pues, a los miembros y colaboradores del Instituto, ¡y gracias a los que han venido de la diócesis de Brescia!
El Concilio Vaticano II, por el que debemos estar tan agradecidos a san Pablo VI, subrayó el papel de los fieles laicos, destacando su carácter secular. En efecto, los laicos, en virtud del bautismo, tienen una misión real, que han de llevar a cabo «en el mundo, es decir, comprometidos en todas y cada una de las ocupaciones y negocios del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social» (Lumen gentium, 31). Y entre estas ocupaciones destaca la política, que es la «forma más elevada de caridad» (Pío XI, A los dirigentes de la Federación Universitaria Católica, 18 dic. 1927). Pero –podemos preguntarnos– ¿cómo hacer de la acción política una forma de caridad y, por otra parte, cómo vivir la caridad, es decir, el amor en el sentido más elevado, dentro de la dinámica política?
1º Servicio
Creo que la respuesta está en una palabra: servicio. San Pablo VI decía que quienes ejercen el poder público deben considerarse «servidores de sus compatriotas, con el desinterés y la integridad propios de su alta función» (A los Representantes de la Unión Europea de Demócratas Cristianos, 8 abr. 1972). Y sentenció: «El deber de servicio es inherente a la autoridad; y cuanto mayor es ese deber, más elevada es esa autoridad» (Audiencia general, 1968). Sin embargo, sabemos bien cuán difícil es esto y cómo la tentación generalizada, en todas las épocas, incluso en los mejores sistemas políticos, es servirse de la autoridad en lugar de servir a través de la autoridad. ¡Qué fácil es subirse a un pedestal y qué difícil rebajarse al servicio de los demás!
Cristo mismo habló de la dificultad de servir y de hacer por los demás, admitiendo, con un realismo velado de tristeza, que «los que son considerados los jefes de las naciones las dominan y sus dirigentes las oprimen». Pero enseguida dijo a los suyos: «Pero entre vosotros no es así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor» (Mc 10, 42-43). A partir de entonces, para el cristiano, grandeza es sinónimo de servicio. Me gusta decir que «quien no vive para servir, no vive para vivir». Y creo que hoy la entrega del Premio Pablo VI al presidente Mattarella es precisamente una hermosa ocasión para celebrar el valor y la dignidad del servicio, el más alto estilo de vida, que antepone a los demás a las propias expectativas.
Que esto es así en su caso, señor presidente, lo atestigua el pueblo italiano, que no olvida su renuncia a su merecida jubilación en nombre del servicio que le exige el Estado. Hace una semana usted quiso rendir homenaje, con ocasión del 150 aniversario de su muerte, a ese gran italiano y cristiano que fue Alessandro Manzoni, capaz de tejer con palabras el precioso tejido de valores sociales, religiosos y solidarios del pueblo italiano. Pablo VI lo llamó «genio universal», «tesoro inagotable de sabiduría moral», «maestro de vida» (Regina Caeli, 20 de mayo de 1973). Yo también guardo en mi corazón muchos de sus personajes. Pienso en el sastre, que habla de la buena laboriosidad de quien concibe la vida como tiempo concedido al individuo para aumentar el bien de los demás, para ‘industriarsi, aiutarsi, e poi esser contenti’ (I promessi sposi, cap. XXIV). Y con esta obra logró expresar uno de los pasajes más sabios: ‘Nunca he encontrado que el Señor comenzara un milagro sin terminarlo bien’ (ibid.). Porque servir crea alegría y hace bien ante todo a quien sirve. En palabras de Manzoni: «Uno debería pensar más en hacer el bien, que en hacerlo bien: y así también acabaría haciéndolo mejor» (cap. XXVIII).
2º Responsabilidad
Pero el servicio corre el riesgo de seguir siendo un ideal bastante abstracto sin una segunda palabra que nunca puede separarse de él: responsabilidad.
Es, como la propia palabra indica, la capacidad de ofrecer respuestas, a partir del propio compromiso, sin esperar a que otros las den. ¡Cuántas veces, señor presidente, antes con el ejemplo que con las palabras, ha apelado usted a ella! También en esto no se puede dejar de notar una fructífera afinidad con Giovanni Battista Montini, que de joven sacerdote fue un «educador de la responsabilidad».
Como Papa, pues, escribió que las palabras sirven de poco «si no van acompañadas en cada persona de una conciencia más viva de su propia responsabilidad» (Carta apostólica Octogesima adveniens, 14 de mayo de 1971, 48). Porque, explicaba, «es demasiado fácil descargar en los demás la responsabilidad de la injusticia, si no se está convencido al mismo tiempo de que cada uno participa en ella y de que es necesaria ante todo la conversión personal» (ibid., 47). Son palabras que me parecen muy pertinentes hoy, cuando es casi automático culpar a los demás, mientras se debilita la pasión por el conjunto y el compromiso común corre el riesgo de eclipsar las necesidades del individuo; donde, en un clima de incertidumbre, la desconfianza se convierte fácilmente en indiferencia. La responsabilidad, en cambio, como nos han demostrado en estos días tantos ciudadanos de Emilia Romaña, llama a cada uno a ir contracorriente con respecto al clima de derrotismo y de queja, a sentir como propias las necesidades de los demás y a redescubrirse como partes insustituibles del tejido social y humano único al que todos pertenecemos.
Siguiendo con el tema de la responsabilidad, pienso en ese componente esencial de la vida en común que es el compromiso con la legalidad. Requiere lucha y ejemplo, determinación y memoria, la memoria de quienes sacrificaron su vida por la justicia; pienso en su hermano Piersanti, señor presidente, y en las víctimas de la masacre de la mafia de Capaci, cuyo 31 aniversario se conmemoró hace unos días. San Pablo VI observó que en las sociedades democráticas no faltan instituciones, pactos y estatutos, pero que «a menudo falta la libre y honesta observancia de la legalidad» y que en ellas «surge el egoísmo colectivo» (Ángelus, 31 ago. 1975). También en este campo, señor presidente, con su palabra y su ejemplo, corroborados por lo que ha vivido, es usted un consecuente maestro de responsabilidad.
San Pablo VI sintió la importancia de la responsabilidad de cada uno por el mundo de todos, por un mundo que se ha hecho global. Lo hizo hablando de la paz –¡qué urgente es hoy!–, lo hizo exhortando a luchar sin resignarse a los desequilibrios de la injusticia planetaria, porque la cuestión social es una cuestión moral y porque una acción solidaria después de las guerras mundiales sólo es verdaderamente tal si es global (cf. Carta encíclica Populorum progressio, 26 de marzo de 1967, 1). Hace más de cincuenta años, advertía de la urgencia de afrontar los desafíos climáticos, ante la amenaza de un medio ambiente que –escribía– se haría intolerable para el hombre como consecuencia de la propia actividad destructiva del hombre que, enseñoreándose de la creación, se encontraría ya sin control sobre ella. Y precisaba: «A estas nuevas perspectivas debe dedicar su atención el cristiano, para asumir, junto con los demás hombres, la responsabilidad de un destino que ahora se ha hecho común» (Octogesima adveniens, 21).
Sí, el sentido de la responsabilidad y el espíritu de servicio fueron para San Pablo VI la base de la construcción de la vida social. Nos dejó la difícil herencia de construir comunidades solidarias. Fue su sueño, que chocó con varias pesadillas que se hicieron realidad –pienso en el terrible asunto de Aldo Moro–; fue el deseo ardiente que llevaba en el corazón y que expresó en términos de «comunidades de participación y de vida», animadas por el compromiso de «esforzarse por construir una solidaridad activa y vivida» (ibíd., 47).
No son utopías, sino profecías; profecías que nos exhortan a vivir altos ideales. Porque eso es lo que necesitan los jóvenes de hoy. Y me complace, señor presidente, hacerme instrumento de gratitud en nombre de todos aquellos, jóvenes y mayores, que ven en usted un maestro, un maestro sencillo, y sobre todo un testimonio coherente y cortés de servicio y responsabilidad. Se alegraría el Papa Montini, de quien me gusta repetir, por último, unas palabras tan conocidas como ciertas: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos» (Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 41). Gracias.