El fin de semana pasado tuvo lugar la reunión del G7 en Cornualles, y como suele ocurrir con este tipo de reuniones, el saldo final luce más como oropel; mensajes de buena voluntad, planes ambiciosos para contrarrestar el cambio climático y la desigualdad, pero poca claridad respecto de cómo se va a llegar a eso. El encuentro deja muchos cabos sueltos, pero concentra la atención en otros, que sí cierra muy bien.
Por ejemplo, es innegable que Estados Unidos está de vuelta en el tablero de la geopolítica global y lo quiere dejar muy claro. Después de la resaca que significó la poco ortodoxa, por decir lo menos, presidencia de Donald Trump, la administración de Joe Biden está dispuesta a que su país recupere el liderazgo mundial, algo que tampoco les costará demasiado puesto que durante la presidencia del neoyorkino no hubo quien levantara la mano, aunque China está imparable.
El camino a seguir por parte de nuestro vecino y de las naciones que le acompañan es el de ponerle un alto al ascenso de China y de lo que ellos consideran una afrenta a los valores de las democracias occidentales. La crítica de Occidente a la llamada Nueva Ruta de la Seda de China, no es otra cosa sino el reparo a ciertas prácticas poco justas del gigante asiático hacia con países en vías de desarrollo. Sobra decir que el Grupo de los 7 no está exento de culpas cuando de trato desigual hablamos, pero ese ya es otro tema.
Sobresale también el papel de Emmanuel Macron, presidente de Francia, por colocarse a la cabeza de la Unión Europea ahora que Angela Merkel está por soltar el timón. Europa la tendrá difícil una vez que la canciller alemana abandone su cargo. La ausencia de un liderazgo vigoroso que defiende la democracia y la libertad caminará a la par de un continente que ve cómo los fantasmas del nacionalismo y de la extrema derecha cobran fuerza.
Eso, en lo que respecta al cotilleo político y a lo que la cumbre dejó claro. Las mayores interrogantes las deja lo que supone fue la sustancia de la reunión; lucha contra el cambio climático; distribución masiva de vacunas para paliar la crisis económica; ideas al aire de cómo salir de dicha crisis y planes para colaborar con las países económicamente más deprimidos y casi nada sobre el ascenso de los nacionalismos, en resumen, el guion de siempre cuando se reúnen estos países.
No queda claro cómo van a ayudar a las naciones más pobres a salir de la pobreza, de la desigualdad y el crimen, ni cómo van a acelerar la transición energética en lugares en dónde ni siquiera han podido hacer la digital, ni mucho menos cómo piensan contrarrestar el preocupante avance de la extrema derecha en casi todo el orbe. A la reunión le faltaron más ideas para un mundo al que le urge combatir, de verdad, el problema de la desigualdad, sobre todo en el hemisferio sur, históricamente el más pobre.
La pandemia provocada por el Covid-19 arrojó más luz sobre problemas que ya sabíamos que estaban ahí; los hizo más evidentes. Lo que uno esperaría de países con ciertas prerrogativas es que mostraran un talante más empático frente a una problemática de la que son corresponsables; pobreza, servicios de salud deficientes, corrupción exacerbada, desigualdad… En fin, la lista de atrocidades que viven los países en vías de desarrollo es interminable.
Pero lo que vimos en esta reunión no fue distinto a la película que ya hemos visto antes. Faltaron propuesta claras y planes específicos para afrontar aquello que nos aqueja y abundaron los buenos deseos y la autocomplacencia de un grupo que parece seguir en el marasmo de siempre.