En tiempos de crisis se aprecia la eficacia de los gobiernos. Ya no importa si los encargados de informar cotidianamente sobre la evolución de la emergencia maquillan las cifras de contagiados y defunciones para evitar el pánico, tampoco si el Presidente de la República es un ejemplo de comportamiento social y si cumple o no con las recomendaciones sanitarias. El hecho evidente es que la creciente expansión del coronavirus en todo el planeta representa un dato empírico y verificable. México no puede ser la excepción respecto a la gravedad que manifiesta la emergencia en otras latitudes. Esta comparación entre lo que se informa domésticamente y lo que sucede a nivel internacional modifica radicalmente nuestras percepciones sobre el liderazgo político que tenemos y sobre sus capacidades para apoyar a los más desprotegidos.
Resulta evidente que, como en otras ocasiones de grandes emergencias, marcadamente los terremotos de 1985 y 2017, la sociedad civil ha rebasado al gobierno. La crisis sanitaria evidencia la gran desigualdad económica y social existente en nuestro país, así como la presencia de enormes grupos que se encuentran desprotegidos, que no cuentan con sistema alguno de seguridad social y que viven en una precarización cotidiana. Son los excluidos de la sociedad que, fuera de los procesos electorales, el gobierno no considera en el diseño y ejecución de sus políticas públicas. La crisis del COVID-19 ha sorprendido a los mexicanos en un escenario de debilidad económica y división social.
Según datos de la Encuesta Nacional de Empleo y Ocupación 2019, 36 ciudades del país concentran a 56 millones 898 mil 499 trabajadores, de los cuales el 56% (más de 31 millones) pertenece al sector de los trabajadores en la vía pública, al comercio popular o al denominado sector informal de la economía, quienes frente a la emergencia sanitaria han reportado pronunciadas bajas en sus ventas, siendo personas que viven al día y que es su único modo de manutención. A ellos el gobierno simplemente los ignora, limitándose a anunciar medidas insuficientes para atender las necesidades de los más pobres pero que favorecen a sus clientelas políticas.
La grave crisis económica, la devaluación de nuestra moneda y la recesión que se asoma en el horizonte, generan escenarios catastróficos por la inflación que ya se observa en los aumentos desproporcionados de precios de los productos de consumo popular y por las estimaciones de los millones de puestos de trabajo que se cancelarán. Aunado a los pronósticos de contracción económica para este año, se esperan grandes daños sociales derivados de la emergencia. A esta situación se suman las pérdidas en los mercados de capitales, la caída del precio del petróleo y la contracción de la demanda de bienes y servicios. No se descarta la necesidad de nueva deuda externa o el aumento de impuestos especiales.
La mermada economía de las familias impone, como ya han hecho otros países, la urgente necesidad de impulsar políticas de apoyo a los excluidos del desarrollo económico. De acuerdo con el Premio Nobel de Economía, Amartya Sen, la ayuda que una persona recibe de la colectividad es lo que determina la penuria de capacidades que caracteriza a la pobreza. Cada sociedad define y otorga un estatus social distinto a sus pobres cuando decide ayudarlos. Los marginados suman desventajas y se encuentran desprovistos de medios de acción. Negar esta situación es abandonar a su suerte a una parte importante de la sociedad.