Los hechos violentos ocurridos en diferentes lugares del país evidencian no solamente el fracaso del actual gobierno, sino también la abdicación del Estado como garante de los poderes públicos. En Culiacán, Sinaloa, los sicarios demostraron durante horas iniciativa táctica y política, así como elevada capacidad organizativa y alto poder de fuego. En contrapartida, las autoridades brillaron por su ausencia dejando a los ciudadanos a merced de las balas. Las dimensiones de la incompetencia crecieron en la medida en que los gobernantes guardaban silencio. La reacción de los narcotraficantes no sólo exhibió la falta de una estrategia para combatir a la delincuencia, sino y sobre todo, confirmó la derrota del Estado. En esta grave situación, las frivolidades de López Obrador de “privilegiar la paz, para salvar vidas”, sólo incrementaron el ridículo gubernamental. La sumisión del Estado deterioró de manera irreversible la imagen de México ante el mundo.
La historia de las doctrinas políticas recuerda que el Estado nace de un contrato social, de una asociación voluntaria entre los ciudadanos para la defensa de algunos intereses comunes como la vida, la propiedad y la libertad. Dicho contrato social proyecta la idea de que los ciudadanos constituyen una sociedad, pero también un Estado, asumiendo libremente derechos y obligaciones. El Estado tiene la misión de imponer el ordenamiento jurídico e institucional contra el desorden y el caos. Por ello, representa el paradigma del orden político a través de los poderes que le han sido conferidos para garantizarlo. El Gobierno es solamente un elemento constitutivo del Estado —junto al pueblo y al territorio— que debe representar aquel proceso que permite ejercer el control sobre otros sujetos.
Es el sociólogo Max Weber quien de mejor manera describe al Estado, concibiéndolo como una formación histórica derivada del proceso de concentración del poder para mandar en un territorio determinado, incluso muy vasto, que se da a través de la monopolización de algunos servicios esenciales para el mantenimiento del orden interno y externo, así como para la producción del derecho mediante la ley y del aparato coactivo, que es necesario para la aplicación de la norma contra los reticentes. De acuerdo con el pensador alemán, el Estado moderno tiene dos elementos constitutivos: de un lado, el aparato administrativo, que tiene la función de prestar los servicios públicos; y del otro, el monopolio legítimo de la fuerza. En consecuencia, el Estado representa un poder organizado que requiere de la existencia de normas para regular la titularidad y el ejercicio del poder, lo que define su legalidad y legitimidad.
El derecho y el poder son dos caras de la misma moneda. Mientras que el derecho representa un conjunto de normas vinculantes para la colectividad, que se hacen valer en última instancia recurriendo a la fuerza; el poder, por su parte, consiste en la capacidad de producir un orden político capaz de integrar al Estado sobre la base de los principios de la legalidad y del orden público. Observamos que en México el poder y el derecho se han separado de tal manera, que el paradigma político moderno que exalta el monopolio legítimo de la fuerza para extraer de él bienes colectivos representados por la paz, la seguridad y el orden social, se está transformando irreversiblemente en su contrario, es decir, en la ausencia de un poder que genera inseguridad, violencia y miedo entre los ciudadanos.