La Amazonia arde sin control. Son cuantiosas las hectáreas de bosque que se queman cada hora. Las imágenes terrestres son dantescas; las satelitales, apocalípticas. Son más de un millón de indígenas los que ahí viven, agrupados en alrededor de 400 pueblos, además de las más de 6 mil especies animales y 40 mil vegetales que corren peligro.
Algunos consideran a la Amazonia como “el pulmón del mundo”. Otros, niegan esa vocación por dos razones principalmente: la primera es de forma: los pulmones consumen oxígeno y exhalan dióxido de carbono, proceso inverso al ahí verificado; la segunda es de fondo: la selva amazónica es, en efecto, gran productora de oxígeno, pero también altamente consumidora, por lo que el efecto se neutraliza.
Quizá sea esa la razón de la apatía del presidente brasileño ante la tragedia, quien incluso se ha dado el lujo de rechazar la aportación millonaria ofrecida por el G7.
En esa región, además de la riqueza humana, animal y vegetal, circula el río más importante del mundo, proveedor de una quinta parte del agua dulce del planeta. Sin embargo, existe otra corriente más caudalosa, localizada en el cielo de la Amazonia, como lo narra Will Smith en el documental “Una roca extraña”, disponible en Netflix.
El sol evapora el agua del río y la selva, y los vientos llevan a ese inmenso torrente de humedad a toparse con una muralla infranqueable: los Andes. Ahí se condensa y descarga su lluvia, erosionado las rocas a su paso. Esa materia orgánica es arrastrada hasta los océanos, donde alimenta a trillones de microorganismos que son los principales productores de oxígeno del planeta.
Esto quizá no lo sepa a ciencia cierta Bolsonaro, o tal vez sí. Su abulia y parsimonia para atender la contingencia, creo, están menos relacionadas con su falta de ideales ecológico y más con sus intereses económicos. La razón de su inacción es la misma que motivó a Trump a abandonar el Acuerdo de París o a China a no invertir en medidas contra la contaminación: se niegan a absorber localmente el costo, cuando el beneficio es global.
Ni el oxígeno, ni el dióxido de carbono respetan fronteras políticas. El aire es de todos y cuando la propiedad de un bien es común nadie lo cuida ni invierte en él. “La tragedia de los comunes” es el término que utilizamos los economistas para describir la paradoja en la que los actores actúan racionalmente, persiguiendo su interés individual, y terminan destruyendo el bien compartido.
A Bolsonaro se le hicieron pocos los 20 millones de dólares ofrecidos por el G7 y está doblando la apuesta. Al fin de cuentas, el oxígeno del planeta vale más, mucho más que eso, ¿o no?