MENA

Por: Enrique Espinosa Olivar

“No tengan miedo de usar lo que los hace diferentes. Los mexicanos estamos hechos de una dosis de dolor y una dosis de magia.”

—Guillermo del Toro

Hace unos días fui invitado a ver un documental que narra una historia maravillosa: la historia de un mexicano común y corriente que logró una proeza casi milagrosa. Un mexicano cualquiera, surgido de una familia de clase media, que sin más recurso que su voluntad, consiguió lo que millones sueñan, muchos intentan, pero pocos logran.

El milagro comienza con un niño que decide entrenar para ser clavadista. Con el amor y acompañamiento de su familia, sin impulso financiero de un magnate, sin el respaldo de una institución educativa y mucho menos apoyo gubernamental, logra ascender en el mundo profesional del deporte.

La historia de Jesús Mena, y del apoyo que recibió de su familia a lo largo de esa hermosa carrera deportiva, me llevó a una profunda reflexión sobre los distintos tipos de poder: el económico, el institucional, el militar… y el poder del esfuerzo personal.

En fechas recientes hemos sido testigos, a través de los medios, del gigantesco poderío de algunas naciones: desde la imposición de aranceles que provocan caídas estrepitosas en los mercados internacionales, hasta el despliegue de fuerza militar entre países.

El deporte, sin embargo, es uno de los mejores espejos de una sociedad. Refleja el carácter de sus ciudadanos, el compromiso de sus escuelas, la visión de sus gobiernos y el impulso colectivo para que los atletas destaquen y demuestren la fortaleza de su país.

Sin lugar a duda, Estados Unidos, la Unión Soviética, el Reino Unido, China y otros, han sido grandes potencias. Entre ellas, destaca Estados Unidos como el más influyente en múltiples aspectos.

Jesús Mena no ganó 28 medallas olímpicas como Michael Phelps, ni ha sido una figura legendaria como Greg Louganis. Pero logró algo quizá más profundo: demostrar al ciudadano de a pie que, con una alberca del IMSS, un entrenador cuya mayor virtud era el optimismo, herramientas improvisadas como un diccionario Larousse, un palo de escoba, una botella de refresco, una pasión desbordada y una familia amorosa, se puede competir contra deportistas respaldados por millones de dólares, instalaciones de primer mundo y ejércitos de especialistas.

Jesús Mena nos deja una gran lección y una moraleja poderosa. Aunque el gobierno parece no haberla aprendido —ni querer hacerlo—, la sociedad aún puede abrazar ese regalo: En México, una medalla de bronce ganada en soledad y sin apoyo vale más que cien medallas ganadas con respaldo total de una potencia mundial.

El hecho de que la medalla haya sido de bronce es, paradójicamente, lo más inspirador. Nos abre la puerta para entender que aún hay un horizonte inmenso de posibilidades. Si esa medalla cambió la vida de Jesús, de su familia, sus amigos y su comunidad, ¿qué pasaría con nuestro país si cada presea ganada por un mexicano o mexicana fuera celebrada como lo que realmente es: un regalo colectivo?

Hay países que han ganado más de mil medallas olímpicas. Sin duda, sus atletas han incidido en muchos aspectos de su sociedad. Pero en México, historias como la de Jesús Mena nos recuerdan que basta una sola medalla, una sola historia, para abrir los ojos y renovar la esperanza.

Él nos inspira. Nos demuestra que si él pudo, cualquier mexicano también podría.

Y quizás, solo quizás, un día no muy lejano, el gobierno decida voltear a ver a esos niños y niñas que sueñan, como Jesús, con darle una medalla a su país.

Gracias, Jesús, por ser mi amigo, y por habernos invitado a mi esposa y a mí a ver ese increíble documental que ningún mexicano debería perderse


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