Por: Liebano Sáenz
Al cierre de año, es inevitable el balance de lo acontecido. El 2024 habrá de ser consignado como un momento de quiebre en la historia nacional. Los problemas de siempre persisten y algunos se agravan. Después de elecciones alejadas del código de imparcialidad al que en otros tiempos estaban sometidos el gobierno y la Presidencia de la República se dio un resultado claramente favorable al oficialismo, producto de la interferencia y la popularidad presidencial, potenciado por la sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados.
Lo dramático no fue la elección, sino lo que desencadenó: un precipitado colapso de principios fundamentales propios de una república democrática.
Sorprende la facilidad y la rapidez de todo el proceso. Se explica en parte por el desgaste de la oposición a lo largo de seis años y la magnitud del desastre electoral. El músculo opositor de otras épocas estuvo ausente. La Constitución se ha modificado sin resistencias. La democracia ha dejado de ser, en su sentido convencional, catalizador de un poder político acotado, desconcentrado y dividido.
La institucionalidad electoral ha sido afectada, pero hasta hoy no se ha modificado el sistema de representación y las libertades persisten. Mantener el régimen de elecciones justas y razonablemente organizadas por autoridades profesionales e imparciales debe ser el objetivo presente y futuro. También la defensa de la pluralidad en la integración de los órganos de representación. Debe preocupar que el desaseo que anticipa la elección de juzgadores se vuelva precedente que afecte la calidad y confiabilidad de nuestros procesos. La democracia electoral cuesta, pero como bien se ha dicho, es considerablemente más oneroso su deterioro.