Por: Raúl Contreras Bustamante
En reiteradas ocasiones, en este generoso espacio que me permite cada semana Excélsior, he explicado la importancia y trascendencia que tiene la educación en las personas. Un gran privilegio para el individuo, así como para las sociedades que cuentan con ciudadanos educados.
Recordemos que, a lo largo de la historia de la humanidad, la educación estuvo reservada de manera exclusiva para beneficio de las élites: la monarquía, la aristocracia y el clero. Todas las investigaciones coinciden en que las mujeres y los pobres nunca tuvieron acceso a la enseñanza.
El conocimiento genera poder. Luego entonces, la educación estuvo celosamente resguardada para asegurar el control de los grupos hegemónicos sobre las grandes mayorías.
Fue hasta la Constitución de 1917 que se estableció a la educación como uno de los primordiales derechos sociales. Se obligó al Estado a impartirla de manera general, laica, gratuita y obligatoria y, gracias a ello, toda la población tuvo la posibilidad de recibirla.
Las mujeres tuvieron acceso a los centros educativos —desde la primaria hasta los estudios superiores— alcanzando el pleno derecho humano a la educación; por lo cual pudieron conocer, entender, ejercer y exigir los demás derechos y garantías constitucionales.
Fue hasta 1958 que las mujeres lograron, al fin, tener el derecho ciudadano de participar en una elección presidencial y, a partir del presente año, una mujer universitaria ocupa la Presidencia de la República. Prueba irrefutable para valorar la importancia de la educación.
La educación es considerada por la Unesco como un derecho humano y fundamental. Asimismo, las principales organizaciones financieras internacionales —como la OCDE, por ejemplo— han pasado de considerarla como uno de los factores que impulsan el desarrollo de los países para considerarla como el principal elemento que determina su progreso.