Por Raúl Contreras Bustamante
La reforma constitucional para la instauración de un nuevo Poder Judicial federal y en las entidades federativas, sigue teniendo dificultades para su implementación. La falta de consensos, discusión y reflexión profunda, ocasionó que se legislara con diversos errores, imprecisiones y falta de técnica legislativa.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación que —de acuerdo con la propia reforma constitucional— seguirá en funciones hasta el último día de agosto próximo, tiene que resolver diversos recursos legales que se han interpuesto en contra de la misma.
Para tratar de frenar una posible declaratoria de inconstitucionalidad, se ha procesado otra enmienda constitucional, intitulada: “supremacía constitucional”, porque de manera inicial intentaba reformar el artículo 1º de la Carta Magna, con la intención de que no se pudieran invocar las normas convencionales de carácter internacional.
De manera afortunada este intento se frenó; ya no formó parte del dictamen. Entendieron en el Congreso que resultaba contrario a los derechos humanos, pues nos privaba de la protección que dan las concepciones legales derivadas de los tratados internacionales, y al mismo tiempo, constituía una violación al principio de progresividad que garantiza ese mismo artículo.
A pesar de ello, esta reforma pretende establecer una disposición “pétrea” que determina que contra las reformas constitucionales no procederá ningún amparo, controversia ni acción de inconstitucionalidad alguna. Incluso, intenta generar un efecto retroactivo que deseche los recursos que ya está estudiando la Corte, lo cual abrirá una nueva disputa legal por su posible inconstitucionalidad.
Una Constitución —de acuerdo con Juan Jacobo Rousseau— es un “contrato social”, es decir un acuerdo entre gobernantes y gobernados para formar un gobierno que proteja derechos y promueva el bien común.
Cuando tratamos de explicar por qué la Constitución vigente ha engrosado tanto su texto, decimos que se debe a que, al paso del tiempo, los acuerdos entre las fuerzas políticas se han inscrito en ella para garantizar su cumplimiento. Gracias a esos consensos y pactos, la Constitución ha sido garantía para la paz social y la organización de marco normativo nacional.
El enfrentamiento entre los poderes Ejecutivo y Legislativo en contra del Judicial está convirtiendo al texto constitucional en el principal elemento de confrontación y discordia. Y la Constitución no está concebida para ello.
Un Estado constitucional democrático de derecho se fundamenta en el principio de que las mayorías tienen la potestad de gobernar porque gozan del apoyo popular, pero al mismo tiempo, debiendo respetar los derechos y garantías de las minorías.
Determinar que ahora la supremacía ya no residirá en la Constitución, sino en el Poder Constituyente Permanente —de manera incontrovertible—, es contrario a la doctrina de la teoría constitucional.
La Constitución debe seguir abriendo canales legales para el consenso y el disenso. Una mayoría parlamentaria siempre será temporal, y la filosofía del derecho sostiene que, en el derecho, sólo el tiempo tiene la última palabra.
Está próximo a resolverse en el pleno de la Corte un dictamen del ministro Juan Luis González, con el que se puede o no estar de acuerdo en todos sus alcances. Pero representa una oportunidad para buscar coincidencias y acuerdos políticos que detengan este enfrentamiento entre Poderes.
Ojalá se pueda retornar al camino del diálogo y la negociación, por el bien de la República.
Como Corolario, las ideas de Karl Loewenstein: “Una reforma constitucional se debe efectuar sin fricciones políticas, buscando y encontrando el máximo consenso, el cual no se cubre o agota sólo con las mayorías parlamentarias exigidas constitucionalmente”.