El ladrón de arte

Enrique Martínez y Morales columnista

Stéphane Breitwieser es el ladrón de arte más audaz de todos los tiempos. Logró robar más de 230 obras de arte renacentista de los principales museos de Europa, valuadas en más de 2 mil millones de dólares. Y lo más espectacular de todo es que no realizó sus fechorías siglos atrás, cuando no había sistemas de seguridad eficientes, sino hace apenas 3 décadas, con todo y cámaras de vigilancia, rayos láser, sensores de movimiento, detectores de metal y personal altamente capacitado.

Hace poco leí la biografía del delincuente francés escrita por Michael Finkel. Aunque adquirí el libro a sabiendas que era una historia real, llegué a pensar que el autor fantaseaba. Google disipó mi incredulidad: todo era cierto.

Fueron más de 7 años de actividad delictiva, sustrayendo una pieza cada 12 días en promedio. La policía y los detectives especializados de los países donde se localizan los museos saqueados no podían dar con el autor material de los ilícitos porque seguían las pistas equivocadas. Según su experiencia, un ladrón de arte tiene una de tres motivaciones:

1.- Vender las obras de arte a un intermediario del bajo mundo, rematándolas a un precio de ganga, dado el riesgo que implica su comercialización posterior a algún coleccionista.

2.- Pedir un rescate al museo, al dueño privado o al seguro, como si fuera un secuestro. Aunque esta estrategia no funciona en todos lados, porque algunos países prohíben el pago de rescates.

3.- Monetizar las piezas. Es decir, utilizarlas como si fueran dinero en efectivo. Es más fácil trasladar en aeropuertos y controles aduanales un lienzo enrollado que un maletín lleno de paquetes de dólares.

Las tres opciones en el radar de los investigadores implican un intercambio, puntos vulnerables donde ejercieron la inteligencia policiaca. Pero Breitwieser no hizo nada de eso. Por el contrario, colgaba los cuadros en las paredes de su cuarto y colocaba las esculturas sobre sus muebles, para admirarlas y contemplarlas todos los días.

Él no se considera un ladrón, ya que afirma que solo las había tomado prestadas temporalmente y las regresaría en algún momento de su vida. No es un cleptómano tampoco, porque éste, según la definición de los psicólogos, no se apasiona de los objetos sustraídos, pero sí del acto del robar.

Cometió un error en el último de sus atracos y fue descubierto, lo detuvieron e incomunicaron. Su madre, para protegerlo, se deshizo de las obras para eliminar las evidencias. Afortunadamente la mayoría de las esculturas y piezas valiosas fueron rescatadas por buzos del fondo de un río, no así los lienzos que fueron destruidos.

La moraleja de esta historia es que, si queremos encontrar respuestas correctas, muchas veces tenemos que pensar fuera de la caja. Ir más allá de lo aparentemente evidente y echar a andar nuestra imaginación. Para todo hay solución, solo tenemos que echar mano de nuestra creatividad.

 

Enrique Martínez y Morales