Por: Fernando Belaunzarán
Hay que fijarse más en lo que hacen que en lo que dicen. Es evidente que no sólo contrarían sus dichos, sino que, incluso, reproducen vicios que adjudican a sus adversarios. Si la hipocresía es la doctrina de los conservadores, como tanto se repite desde Palacio Nacional, entonces el gobierno actual es el más conservador de la historia.
Se suben en el ladrillo de la auto asignada superioridad moral para predicar el valor de los principios, mientras los arrastran por el fango. Eso fue evidente con la aprobación de la contrarreforma judicial, lo cual generó escándalo en la opinión pública por la trascendencia y el daño causado, pero, en realidad, la falta de escrúpulos ha sido regla durante todo el sexenio, incluso antes. Si algo han demostrado es que para hacerse del poder, concentrarlo, extenderlo y perpetuarse en él todo lo tienen permitido… por ellos mismos.
Cuando no basta el escarnio para atemorizar y alinear adversarios, manipulan instituciones. Han convertido al SAT, la UIF y las fiscalías en herramientas privilegiadas de intimidación. Fue público cómo congelaron cuentas de Eduardo Medina Mora y de sus familiares, entuerto que se resolvió en cuanto presentó su renuncia. Al final fue declarado inocente de las acusaciones, pero el Ejecutivo pudo proponer a otro ministro.
Ciro Gómez Leyva ha denunciado el acoso fiscal que ha sufrido, han publicado información confidencial de él y otros periodistas, bueno, hasta de la candidata opositora a la presidencia. El propio López Obrador informó que pidió al fiscal Gertz Manero y al entonces presidente de la SCJN, Arturo Zaldívar, encarcelar a Jesús Murillo Karam. Desde la mañanera se violó la presunción de inocencia de todos los señalados por Emilio Lozoya sin una sola prueba y ahí celebran como si fuera legal que un empresario acusado de fraude compre su libertad pagando la suma millonaria impuesta por el mandatario.
Hay muchas historias de arbitrariedad que hemos atestiguado y quienes han podido enfrentar o, al menos, atemperar su embate es gracias a un Poder Judicial profesional y con márgenes de independencia, lo que ahora están desapareciendo. Pronto no habrá ninguna protección ante los abusos del poder porque quienes los cometen serán los mismos que pondrán a los juzgadores sin más mérito que la obediencia y, por tanto, será más difícil resistir amenazas y extorsiones del bajo mundo hecho gobierno.
Sostener que el “pueblo decidirá” es burda demagogia que no resiste el menor análisis: los nombres de las boletas serán decididos por la actual fuerza hegemónica y, donde tenga necesidad, harán tómbola entre los suyos como criba para después orientar el voto de sus clientelas, decisivas en elecciones de baja participación. La preparación no contará, sólo la afinidad ideológica, el interés económico o la simple complicidad. El crimen organizado lo verá como oportunidad para hacerse de jueces, movilizando a sus bases sociales o haciendo renunciar a la competencia, como sucedió con más de siete mil candidatos en las pasadas elecciones, y atentando contra la vida de quienes no acepten retirarse.
Si algún juez, magistrado o ministro se saliera del huacal, el Tribunal de Disciplina lo podría remover y meter a la cárcel sin posibilidad de apelar. No es asunto de justicia el cambio constitucional, sino de control político y eso, junto con el caos que se avecina, aumentará exponencialmente la corrupción, pues las partes buscarán a los padrinos que financiaron campañas para conseguir resoluciones a favor de juzgadores improvisados. Se transita hacia un Estado no solo autoritario, también mafioso.