En los anales de la historia, la duración de las guerras se mide en años, décadas a lo sumo. Sin embargo, hay una excepción notable: la “Guerra de los Treinta y Cinco Años”, un conflicto que se extendió por más de tres siglos, desafiando todas las expectativas y dejando una huella indeleble en la narrativa mundial.
Iniciada en el siglo XVII, esta guerra monumental involucró a tres naciones europeas: España, los Países Bajos y el Reino Unido de Gran Bretaña. Su origen se remonta a tensiones territoriales, luchas por el poder y desacuerdos políticos y religiosos que fueron pasando de generación en generación.
Lo que comenzó como un conflicto aparentemente convencional se convirtió en un enredado tejido de alianzas cambiantes, tratados incumplidos y un continuo ciclo de hostilidades que persistió hasta el siglo XX. Aunque las batallas reales eran esporádicas y de intensidad variable, la guerra nunca fue oficialmente declarada ni terminó con un tratado de paz formal.
Historiadores y académicos han identificado varias fases clave en este conflicto interminable, destacando momentos como la Guerra de los Nueve Años, la Guerra de Sucesión Española y la Guerra de la Oreja de Jenkins, entre otras. Las potencias involucradas lucharon en diferentes frentes y mares, extendiendo así el conflicto por generaciones.
La naturaleza inusual y prolongada de esta guerra desafía la comprensión convencional de los conflictos armados. Las generaciones sucesivas heredaron resentimientos y conflictos sin resolver, lo que llevó a un continuo estado de hostilidades. Los cambios políticos, las guerras sucesivas y los desarrollos tecnológicos no lograron poner fin a este conflicto que trascendió los límites temporales.