Por Diego F. Gómez-Salas
A más de dos semanas de la catástrofe, ya se ha escrito mucho sobre Acapulco. En esa bola de información, los medios de comunicación se han enfocado en remarcar al gobierno federal como principal responsable de las diversas catástrofes que ha vivido la Perla del Pacífico desde el 24 de octubre. La primera fue la natural, la del meteoro categoría 5. Pese a lo que se ha dicho en medios, es verdad que ningún gobierno hubiera sido capaz de contener la fuerza de la naturaleza que, de acuerdo con la Organización Meteorológica Mundial, comienza a ser impredecible como consecuencia del cambio climático. Sin embargo, la responsabilidad de actuar frente a la segunda tragedia –la humanitaria– recae directamente en los tres ámbitos gubernamentales.
Es en los momentos críticos cuando se pone a prueba la calidad de cualquier gobierno. Cuando escribo calidad me refiero a la capacidad gubernamental para actuar eficazmente frente a la tragedia; no a través de palabras matutinas, de aires polarizantes, de discursos maniqueos ni de conferencias de prensa sinsentido, sino a través de estrategias y acciones de Estado que resuelvan lo que apremia.
Para mal, hoy Guerrero no sólo enfrenta la urgencia de la tragedia de Otis, también la de la politiquería, la de la polarización, la del crimen organizado y la de los intereses de quienes se supone deberían atender el desastre.
No hay duda de que las cosas hubieran sido peores si el huracán hubiera golpeado en tiempos de pandemia; no obstante, golpeó la costa en tiempos electorales. En periodo de campañas adelantadas, y con voto mayoritario de Morena, el Congreso rechazó incluir en el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) 2024 un fondo de emergencia, pues “lo urgente” son los mega proyectos del presidente; las obras de infraestructura que, una vez medio concluidas, sostendrán la popularidad del mandatario y, por consecuencia, la de su candidata presidencial.
Los legisladores morenistas enmascararon esta decisión con un acto que aparenta buenas intenciones: donar un mes de su salario para los damnificados. Traducido a pesos, estos recursos no son nada frente a la magnitud del desastre en Guerrero.
La oposición no se ha quedado atrás en el trágico oportunismo: una alcaldesa informó que dejaría de comprar ropa durante tres meses para donar esos risibles ahorros a los damnificados. Más que apoyar, este anuncio se tomó como una broma de mal gusto.
En un centro de acopio de la Cruz Roja, un ciudadano encaró a la virtual candidata Xóchitl Gálvez para que dejara de “hacer política con la tragedia”. Ya más sensata, en el Senado, la legisladora panista propuso crear una Ley de Emergencia que incluiría 50 mil millones de pesos para la reconstrucción de la zona costera.
Para cerrar, la ministra presidenta de la Suprema Corte cayó en la trampa de un mandatario que gobierna fragmentando. Hace unos días, en conferencia matutina, López Obrador propuso destinar los 15 mil millones de pesos de los 13 fideicomisos extinguidos al proyecto de reconstrucción. Olvidándose de los trabajadores del Poder Judicial, la ministra Piña aceptó la propuesta presidencial.
Parece que muy en el fondo de toda esta politiquería queda la tragedia en Acapulco, devastadora para cientos de miles de personas que perdieron parte o la totalidad de su patrimonio. Los cálculos de los expertos estiman que la reconstrucción de la ciudad turística requerirá de una inversión superior a los 270 mil millones de pesos y por lo menos cinco años de trabajos sin descanso.
Aún más profundo de esa herida que dejó el huracán está el futuro de México, del mundo, de la Tierra. Durante los últimos lustros, el cambio climático ha dosificado su fuerza, revelando la gravedad de la crisis climática. De acuerdo con el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU, los huracanes categoría 4 y 5 han incrementado 75% respecto a 1970; lo anterior, indica el Panel, se debe al calentamiento de los océanos provocado por el aumento de la temperatura del planeta.
En septiembre pasado, la ONU y la NASA informaron que el verano de 2023 fue el más caluroso que se ha registrado desde 1880. Los científicos alertan sobre el incremento de la temperatura entre 1.1 y 1.2 grados Celsius con respecto al periodo preindustrial y atribuyen esta anomalía al uso desmedido de combustibles fósiles.
Las predicciones del IPCC construyen un futuro salido de una serie distópica de Netflix: tecnología que requiere cantidades extremas de energía, ciudades más calientes y contaminadas, agua racionada, sequías, incendios forestales, fenómenos meteorológicos anómalos, entre otros. El informe de Naciones Unidas se trata, más que de predicciones en papel, de nuestro presente en la realidad. Otis es un ejemplo de ello; su rápida evolución de tormenta tropical a huracán categoría máxima dejó una alerta que no se puede dejar pasar: el clima está cambiando y nosotros seguimos igual.
La catástrofe en Acapulco debe servir como un hecho que nos lleve a reflexionar sobre la importancia de crear políticas públicas encauzadas a prevenir las secuelas que los fenómenos naturales dejan a su paso y, si es posible, a mitigar los efectos del cambio climático.
México es un país entre dos océanos. Con más de 11,100 kilómetros de costas, es indispensable prevenir lo que para algunos científicos ya es irreversible. Quienes busquen la Presidencia de la República en los próximos sexenios deberán incluir en sus programas de gobierno una planeación concreta para enfrentar este reto, misma que incluya reglamentos, sistemas de alarma, protocolos de acción, fondos de emergencia, entre otros recursos que permitan estar preparados para lo que viene. Es una obligación ética dejar la politiquería a un lado y centrarse en prever seriamente lo que viene, en prevenir científicamente lo que se lleva décadas alertando.
Durante los últimos cuarenta años, la llamada diplomacia climática ha fracasado. Las reuniones internacionales sobre el cambio climático, cuyo objetivo prioritario es reducir los niveles de CO2 en la atmósfera, no han solucionado nada. A primera vista, este fracaso sugiere que la crisis del clima es un tema que ni siquiera los gobiernos más poderosos del mundo pueden resolver; sin embargo, existen una diversidad de intereses en las altas esferas del poder que han obstaculizado la transición hacia las energías verdes.
El Gobierno de México sufre severos retrasos en la materia. El Meteorológico Nacional tiene 13 radares Doppler de los 30 requeridos por su extensión territorial; asimismo, posee un par de aviones cazahuracanes (donados por EE.UU.) que son pocos para abarcar ambos océanos. En cuanto a los recursos, apenas en septiembre pasado la SHCP previó que el 52% de los 233,961 millones de pesos correspondientes al Anexo 16 (Gasto para la Adaptación y Mitigación de los Efectos del Cambio Climático) irían a parar a la Sedena, es decir, al desarrollo del Tren Maya. Aunado a esto, el gobierno actual ha priorizado la construcción de una refinería en Dos Bocas, Tabasco, cuando el objetivo debería ser la reducción de las emisiones de gases efecto invernadero que generan los combustibles fósiles. Ésta es la incómoda realidad de un México donde 47 municipios de Guerrero se encuentran en estado de emergencia debido al cambio climático.
Tan sólo en Acapulco, los expertos sugieren que, más que una reconstrucción, el puerto requiere de una re-planeación para combatir vulnerabilidades, es decir, planear la ciudad como un fuerte que contenga la fuerza de futuros súper huracanes por medio de frentes de playa, la creación y restauración de ecosistemas de manglares, arquitectura sustentable, cableado bajo tierra, la evitación de construcciones a las orillas de ríos, lagos y a nivel del mar, entre otras recomendaciones.
Hace un par de días, escuché decir al filósofo Bernardo Toro que en estos tiempos donde todo está en peligro es necesario pasar del paradigma de la acumulación y del éxito al paradigma de la reflexión y del cuidado. Se lee hippie, quizá cae en la cursilería, pero esta previsión es una obligación; es necesario dejar la ambición del poder político y económico para enfocar nuestros esfuerzos a cuidar lo que nos queda.
Es un hecho que el clima está cambiando, nosotros no. Después de Acapulco, debemos preguntarnos: ¿qué sigue?, ¿qué debemos hacer?, ¿ realmente es posible hacer algo? Mientras encontramos respuestas, la arrogancia y la ambición del ser humano nos mantienen atrapados en una frase de Margaret Atwood: “Ahora nos encontramos a un paso de controlarlo todo menos el clima”. A sólo un paso.