Por: Raúl Contreras Bustamante
El pasado 24 de octubre se cumplieron 78 años del nacimiento de la ONU, pues fue en 1945 cuando entró en vigor la Carta de las Naciones Unidas. Después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el mundo necesitaba renovar sus votos por la paz, así como sustituir el fracaso y sueños rotos de la “sociedad de las naciones”.
Se trata de la organización mundial con mayor legitimidad, poder de convocatoria e impacto normativo en todo el orbe. Dentro de sus objetivos se encuentra “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra”.
Sin embargo, esta conmemoración viene a empañarse con el reciente estallido de un nuevo episodio de guerra —en su larga historia de enfrentamientos— entre Israel y Palestina, el cual se suma a una lista de cuando menos 108 conflictos armados que se están desarrollando a lo largo de todo el mundo, de acuerdo con los datos de la Academia de Derecho Internacional Humanitario y Derechos Humanos de Ginebra.
De tal suerte, que si bien es cierto desde el fin de aquella Segunda Guerra Mundial no ha existido en el mundo un conflicto armado de dimensiones similares, nos encontramos muy lejos de poder afirmar que el mundo está viviendo en paz desde entonces.
Pero los flagelos y males que aquejan a la humanidad van más allá de las guerras. La crisis de derechos humanos que la pobreza trae aparejada; aunada a la falta de empatía y solidaridad de casi todas las naciones ricas, ha hecho que la brecha de desigualdad sea cada vez más profunda.
Ante esto, la ONU puso en marcha la adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Se trata de una estrategia que debiera regir los programas de desarrollo a nivel mundial durante 15 años, cuyo plazo va acercándose.
Fueron 193 Estados miembros que se comprometieron a la implementación de 17 Objetivos —con 169 metas— de carácter integrado e indivisible, que abarcan las esferas económica, social y ambiental.
A siete años de la fecha establecida para alcanzar las metas propuestas, su cumplimiento se ve cada día más difícil. Por ejemplo, en lo relativo a los aspectos de frenar el calentamiento global, cuyas repercusiones en los fenómenos naturales traen consigo devastación para la población.
Una demostración palpable es el caso del reciente huracán padecido por Guerrero, cuya catastrófica evolución se dio en menos de 12 horas, dejando sin capacidad de prevención y reacción a las autoridades mexicanas.
Otro de los objetivos fijados por la ONU, fue garantizar una educación de calidad, que debido a la irrupción de la pandemia generada por covid-19, con seguridad tampoco se podrán alcanzar los objetivos anhelados. Existen datos que señalan que ya en abril de 2020, cerca de mil 600 millones de niños y jóvenes estaban fuera de la escuela, lo que con seguridad cambiará de manera drástica sus vidas, sobre todo las de aquellos más vulnerables y marginados.
Ante esta crisis mundial, las universidades justifican su existencia, porque son los lugares donde habrá de seguirse generando conocimiento para proponer soluciones a los problemas globales, al tiempo que ayuden a forjar una sólida conciencia social, envuelta en una sensible empatía.
En estos momentos en que se discute la aprobación del Presupuesto de Egresos en nuestro país, hay que insistir en que la apuesta a largo plazo debe ser por la educación. Su financiación debe ser vista no como un gasto, sino como una inversión estratégica.
Hoy más que nunca, hay que decirlo con claridad: No habrá un proyecto futuro de nación sin universidades públicas fuertes.
Como Corolario las palabras de Francois Mitterrand: “Una sociedad sólo sobrevive gracias a sus instituciones”.