Sacerdote Daniel Valdez García
El pasaje evangélico de hoy nos sumerge en la historia del líder de la sinagoga, quien se acerca a Jesús con el humilde ruego de devolverle la vida a su fallecida hija.
Permítanos aclarar algunos aspectos.
En tiempos de Jesús, el líder de la sinagoga representaba la máxima autoridad y gobernaba una comunidad sagrada, encargado de preservar el orden, convocar a la lectura y la oratoria en la asamblea, así como de imponer castigos adecuados a los transgresores.
En el capítulo 9 del Evangelio de Mateo, Jesús regresa a Cafarnaúm. Allí, bendice a un paralítico, luego se detiene frente al puesto de recaudación de impuestos de Mateo, llamándolo a seguirlo. Éste, brinda un banquete que desata críticas por parte de los fariseos. Al mismo tiempo, los discípulos de Juan el Bautista le interpelan acerca del ayuno, puesto que sus discípulos no lo practican. Jesús responde, sabiamente, que no ha venido a remendar prácticas caducas. Justo en ese momento, hace su aparición el líder de la sinagoga con su humilde súplica.
Centrémonos en este pasaje. Mateo une el sufrimiento y la esperanza del líder de la sinagoga con el de la mujer aquejada de flujos sanguíneos, demostrando así que el sufrimiento tiene un rostro y un nombre, pertenece a personas concretas. Tanto en la actualidad como en tiempos de Jesús, las mujeres, debido a su condición, soportan una mayor carga de dolor y padecimiento. Por ello, Jesús las salva y les otorga una vida digna, acogiéndolas dentro de la comunidad. Esto solo es posible si cada uno de nosotros se atreve a postrarse ante Jesús, tal y como lo hizo el líder de la sinagoga, o se atreve a tocarlo como lo hizo la hemorroísa.
La sola de Jesús desencadena vitalidad. Les hago una invitación a elevar nuestras plegarias con mayor fervor en nombre de todas las víctimas, de aquellos que padecen frente a las olas de violencia irracional que despedazan vidas y familias. Oremos por la transformación de los victimarios y de aquellos que se excluyen de la comunidad por variopintas razones. No permitamos que nuestra conciencia yace adormecida o anestesiada. Cultivemos, mediante la oración llena de fe, la cercanía con Jesús para así tocarlo y emprender el primer sendero hacia la no violencia.