Por Enrique Martínez y Morales
Cuando analizamos las razones del éxito y fracaso de las naciones nos topamos éstas triunfan, entre otros factores, por la solidez, la eficiencia y la funcionalidad de sus instituciones. Bueno, cuando menos esa es la conclusión de los gurús expertos en la materia y los escritores de libros sobre desarrollo económico.
Pero, a todo esto, ¿qué son las instituciones? Me gusta la definición que nos ofrece una de las voces más autorizadas para hablar sobre el tema, ganador de Premio Nobel de Economía precisamente por sus investigaciones y hallazgos sobre las técnicas cuantitativas aplicadas al estudio de las instituciones: Douglass North.
“Las instituciones son las reglas del juego en una sociedad, o de una manera más formal, las limitaciones humanamente diseñadas que dan forma a la interacción humana”. Dicho de otra manera, las instituciones son las líneas de acción que los miembros de una sociedad deben seguir para reprimir los instintos primitivos que nos llevarían a destruirnos, lo que nos permite vivir en armonía.
¡Pues ya está! Si todo lo que tenemos que hacer para ser un país exitoso es contar con buenas instituciones, pues que los legisladores lleven las propuestas a sus congresos y que los cabildos modifiquen los reglamentos. Más fácil aún, ¿por qué no copiamos la legislación de los países más desarrollados del mundo y ¡pum!, nos volvemos una superpotencia?
Desgraciadamente no funciona así. De hecho, las instituciones de una sociedad solo reflejan su cultura y sus valores, no los crean. Y como éstos suelen ser dinámicos, también lo deben de ser las instituciones, de otra forma corren el riesgo de quedarse ancladas al pasado y hacerse obsoletas.
Para que las instituciones sean buenas y funcionen no solo se requieren leyes buenas y funcionales, eso es solo una parte de la ecuación. Se necesitan también poderes ejecutivos responsables y poderes judiciales incorruptibles, así como órganos autónomos que revisen todo el proceso y ciudadanos comprometidos, que observen, denuncien y prediquen con un ejemplo cargado de valores.
Las instituciones funcionales debieran crear orden y reducir la incertidumbre. Incluso, las instituciones, nos dice North, son más importantes que los avances tecnológicos para incidir en el desarrollo económico de una sociedad. De ese tamaño es su importancia.
Se requiere muchos años, a veces siglos, para consolidar las instituciones, y solo poco tiempo para destruirlas. Claro que todas son perfectibles y deben ser adaptadas, pero dinamitarlas de un solo golpe solo crea caos y disrupción social.
¿Debemos adaptar las instituciones a nuestra aspiración cultural y de valores? ¿O, por el contrario, debemos cambiar nuestros valores para mejorar nuestras instituciones? El viejo dilema del huevo y la gallina. En cualquier caso, debemos cuidarlas porque representan los cimientos de nuestra sociedad.
Mejorarlas, por supuesto; destruirlas, nunca.