Se ha vuelto una constante. Los gobernadores optan por abdicar en su obligación de garantizar la seguridad pública, toman la vía fácil de desaparecer policías municipales corrompidas y dejan el paquete a la Guardia Nacional y a las Fuerzas Armadas, las cuales no se dan abasto. El resultado más grave: una población hundida en la indefensión.
Pero no es la única consecuencia. Los negocios cierran, las inversiones se van y el progreso desaparece. Tras el caótico jueves pasado en Culiacán, Sinaloa, la empresa de supermercados más grande del país anunció que mantendrá cerrados todos sus establecimientos en el estado hasta nuevo aviso. Lo mismo hicieron franquicias de restaurantes y tiendas de conveniencia.
¿Hizo algo al respecto el gobernador, Rubén Rocha Moya? Cuando se le preguntó si el comercio y las actividades públicas se reiniciarían prontamente, su respuesta ocasionó varias cejas levantadas: “Quisiera hacerlo hasta el último. (…) Podemos evitar incidentes si nos aguantamos un poco, no creo que vayamos a tardar mucho, esto ya está bajo control”, dijo, evidenciando que las fuerzas estatales no tienen lo mínimo necesario para garantizar la paz y la seguridad.
En el país, el precio del jitomate se ha elevado demasiado por las extorsiones y despojos que sufren los productores ahí, en Sinaloa. Sucede lo mismo con productos como limón, aguacate, durazno, papaya y piña, porque en entidades como Michoacán, Jalisco, Zacatecas y Veracruz las autoridades locales tampoco actúan, con el argumento de que son disputas entre maleantes.
La manera como sucedió la detención de Ovidio Guzmán puso de manifiesto, desde todos los puntos de vista, el gran problema de que un gobierno estatal se mantenga ausente de las tareas de seguridad. Un trabajo de inteligencia desarrollado durante seis meses que, al concretarse, el mandatario sinaloense reconoció que no estaba enterado hasta que ya estaba sucediendo. Su papel se concretó a pedir a la población que se mantuviera resguardada en su casa. Días antes, entregaba regalos decembrinos a niños que luego vivirían horas de terror. Días después, daba salida a una caravana humanitaria con asistencia social, alimentaria, de salud y seguridad, no encabezada por alguna dependencia estatal, sino por el Ejército Mexicano en la comunidad de Jesús de María, donde fue detenido el capo del fentanilo. Aún así, no logró evitar que al menos 100 pobladores se manifestaran frente al Palacio de Gobierno por las afectaciones y abusos que sufrieron.
Incluso en eso no hay un trabajo real de los gobiernos estatales. No se ven políticas públicas de prevención del delito, ni programas para dar oportunidades y esparcimiento sano a los jóvenes, más allá de las dádivas electoreras.
Todavía más, si bien es cierto que el combate al crimen organizado es competencia federal, también lo es que muchos de los delitos que cometen esos delincuentes, como el robo, daño en propiedad ajena, homicidio, lesiones dolosas,
y muchas otras, sí deben ser investigadas y procesadas por las autoridades locales.
Pongámosle números a la extrañeza. En el recién concluido 2022, el presupuesto de seguridad pública en Sinaloa fue de mil 614 millones de pesos. Pero aun cuando la mayor parte de ese dinero proviene de aportaciones y participaciones federales, el Ejército, la Marina y la Guardia Nacional difícilmente pueden obtener apoyo de las corporaciones policiacas locales, comúnmente infiltradas y coptadas por la delincuencia que deberían erradicar.
La inseguridad y la violencia son temas tan graves que trascienden las fronteras. Están entre los asuntos en la agenda de la Cumbre de los Líderes de América del Norte. Se requiere una política de seguridad pública más eficaz y también que los gobernadores asuman responsablemente su obligación más importante.