Por. Alexis Olvera
Del griego “διαίρει καὶ βασίλευε” al latín (en Roma) “divide et impera” se estableció la tradición humana de que para lograr una victoria, casi en todo pero especialmente en la política, es necesario dividir. Y a decir verdad, en casi todos los casos, esta premisa se ha cumplido cabalmente por más de 5 mil años de imperio en imperio, de gobierno en gobierno, de generación en generación; trayendo como resultado ganancias fatales que han costado miles de vidas y beneficios solamente para los divisores pero pobreza, dolor y muerte para los divididos.
Dividir, como verbo transitivo, cumple enteramente en la praxis su función gramatical convirtiéndose en el medio de un sujeto para conseguir un objeto que normalmente es poder en sus diferentes formas y expresiones. Parece ser que dividir se convirtió en el santo al que le rezan todas y todos los que buscan gobernar desde siempre.
Pero a todo esto, si el costo de estar divididos ha sido constantemente altísimo para casi todos, por qué nos mantenemos distantes, separados y afectados; por qué salvo en periodos excepcionales de revolución tanto mujeres como hombres nos
mantenemos atrincherados en esquemas distantes. Los culpables a los que evocan la mayoría de las autoras y autores son, en primer lugar, el egoísmo seguido del pensamiento doctrinario; el ser más y mejor que los demás justificado por una serie de cánones han hecho crecer el mal, empequeñeciendo a los malvados y convirtiéndolos en espejos de normalidad y no en seres de excepción, tal como lo decía Octavio Paz en el Ogro Filantrópico.
Se convirtió en normalidad hacer el mal disfrazado de superación y justificado de promoción social. Se dice que los buenos somos más pero la mayoría aspira a dividir, a ser malvado para poder tenerlo todo aún y cuando todo represente quitárselo a los demás. Compartir y unidad quedaron fuera no solo del diccionario sino del ideario de la humanidad.
Todas las ideas, todos los sueños pero también los planes y teorías de quienes han buscado un mundo mejor son esperanzas y profecías evaporadas ante la realidad económica, política y social global; no obstante, aún nos queda la fe en la unidad. Fe en que podemos y debemos construir desde un terreno común. Fe en que con mayor empatía, como escribió Barack Obama en 2006, cambiará el equilibrio de la política a favor de aquellos que sufren para salir adelante en nuestra sociedad.
En el campo de los divididos se encuentra la oportunidad. Si indagamos en la profundidad de nuestros valores, sentidos y credos descubriremos la unidad necesaria no para conquistar victorias sino para ganar promesas compartidas de bienestar social que deberán expresarse necesariamente a través de nuestros gobiernos.
Cuando hablamos de unidad necesariamente hacemos referencia a la colaboración de todas y todos, de una transformación cultural acompañada de acciones de gobierno; de sistemas conviviendo y co-creando con individuos, de voluntades unificadas por las coincidencias y conversando sobre las diferencias con el fin último de vivir en un mundo de justicia para todas y todos. La solución puede gestarse en una o uno pero solamente existe en un todos.