La autoridad moral en riesgo

Por Ricardo Homs

Dos acontecimientos surgidos el sábado 31 de diciembre definieron un nuevo rumbo en el caso emblemático del plagio de la tesis universitaria.

El reconocimiento de la UNAM respecto a que sí existió un plagio y se tiene la presunción de que la tesis original fue la sustentada en 1986 , -o sea la presentada por el alumno Edgar Báez-, representa una importante definición, así como la entrevista realizada por el reportero Juan Carlos Rodríguez, -de EjeCentral-, a Edgar Báez, -en su humilde casa-, en la cual aseguró no haber acudido ante ningún notario a rendir declaración sobre este asunto, ni haber testificado ante ninguna autoridad y además, no conocer a la ministra.

El silencio de Edgar Báez se entiende a partir de esta entrevista, pues él se encuentra convaleciendo de una neumonía y de una cirugía de cataratas en el ojo izquierdo. Sin embargo, ante el reportero manifestó estar dispuesto a testificar ante las autoridades cuando su salud se lo permita.

Entonces en el contexto de este nuevo panorama surge la pregunta: ¿Qué es más grave… el plagio de una tesis realizado por una estudiante … o la defensa de un error, realizada hoy desde la cúspide del Poder Judicial de la Nación, falseando los hechos?

Esto nos remite a un asunto fundamental: el impacto que tendrá este caso en la percepción pública respecto de la autoridad moral que debe respaldar a las autoridades responsables de impartir justicia.

Toda la sustentación del caso a favor de la ministra hoy está en duda frente a estas dos nuevas variables.

Es importante reflexionar que la autoridad moral se construye de modo personal a lo largo de toda una vida, -o desde una institución-, como derivación de la reputación personal de sus dirigentes emblemáticos.

Sin embargo, la autoridad moral se puede desgastar, -o incluso dañar-, a partir de un escándalo que erosione la reputación.

La autoridad moral no se construye a través de la retórica semántica y de las declaraciones de buena voluntad, sino a partir de los significados que proyecta la conducta cotidiana que inspira respeto. El lenguaje de las acciones, -sustentadas en la fuerza persuasiva del ejemplo-, proyecta una credibilidad absoluta y contundente.

A lo largo de la historia reciente de México el respeto hacia las autoridades se ha perdido porque ha quedado en evidencia la carencia de autoridad moral de quienes debieran inspirar a la ciudadanía con su ejemplo.

En la idiosincrasia mexicana la “mentira” se ha convertido en un estereotipo, -o cliché social-, que nos ayuda a salir de circunstancias embarazosas. Mentimos para justificar la impuntualidad, pero también nos evita comprometernos cuando no queremos hacerlo, -o incluso-, nos evita dar un “no definitivo”. La mentira diluye el rechazo.

Sin embargo, lo que es inaceptable es que en el ámbito de la justicia la mentira no tenga consecuencias. Los juicios actualmente pueden estar llenos de falsedades y la verdad se puede hacer de lado con total impunidad.

Incluso, la mentira puede servir para encarcelar a alguien con prisión preventiva y a partir de ahí adjudicarle delitos no cometidos, en la opacidad coercitiva de la tortura física o emocional.

Cuando la mentira de un policía es tolerada por un ministerio público y se configura un chantaje, estamos frente a un estado cómplice del delito de perjurio y prevaricación.

Cuando la libertad de un inocente está en juego por falsedades en la integración de una carpeta de investigación, o la libertad de un delincuente puede ser comprada y justificada con argucias legaloides, estamos frente a un estado omiso e irresponsable. 

El resentimiento del ciudadano dañado por una impartición de justicia arbitraria es el origen de la pérdida del respeto hacia la ley, -y hacia las autoridades legítimas-, cuando estas actúan al margen de la ética y la moral.  

Los linchamientos de delincuentes descubiertos “in fraganti” en los poblados, simboliza la falta de confianza en las autoridades judiciales. Esto induce a una turba enardecida a la aplicación de la justicia por propia mano.

Erradicar la mentira de la vida cotidiana de los mexicanos es un reto que sólo se logrará con educación, -y puede llevar varias generaciones-, pero erradicarla de la impartición de justicia es una urgencia que se puede lograr penalizando con excesivo rigor la utilización de la mentira por parte de un funcionario público.

El caso exhibido en la película “Presunto culpable”, -presentada en 2008-, a partir de la historia real de “Toño Zúñiga”, un tianguista de Iztapalapa encarcelado injustamente, así como el documental producido por Netflix, titulado “Duda razonable”, que describe el caso de tres hombres encarcelados en Tabasco, -acusados falsamente de ser parte de una banda de secuestradores-, es un retrato del surrealismo imperante en nuestro sistema de impartición de justicia. 

La tolerancia hacia la mentira en los procesos judiciales ha impactado la vida cotidiana de miles y miles de mexicanos que hoy están purgando condena sin tener sentencia aún y todo, por una carpeta de investigación falseada.

La utilización de la mentira en la política y en la justicia es interpretada genialmente en unas frases de la película Pinocho, producida por Guillermo del Toro para Netflix.

Cuando Gepetto le lee a su pequeño hijo Carlo un cuento del libro “Racconti per bambini”, le dice: “Todas las mentiras salen a la luz de inmediato porque son como narices largas, visibles para todos menos para quien las dice y entre más las dices, crecen mucho más”. 

Es urgente erradicar la mentira de la impartición de justicia antes de que destruya a nuestro vulnerable estado de derecho y deje a nuestra Constitución como una gran obra literaria, pero inoperante. 

Por tanto, el ejemplo se debe imponer desde lo más alto del Poder Judicial.